“Los monstruos son el recordatorio de la posibilidad de ser imperfectos” Guillermo del Toro
¿Cómo puede alguien anhelar algo con tanta fuerza y cuando por fin lo consigue, terminar destruyéndolo?
Esa es la primicia que guía Frankenstein de Guillermo del Toro, una lectura íntima así como humana de la novela de Mary Shelley. En su adaptación, el cineasta convierte la historia en un viaje hacia la oscuridad interior, donde cada personaje enfrenta al monstruo que lleva dentro.
En esta adaptación para Netflix, acompañamos a Víctor Frankenstein desde la soberbia que impulsa su ambición científica hasta la caída que lo obliga a mirar de frente las consecuencias de sus actos. Su búsqueda de trascendencia no nace del amor a la vida, sino del orgullo de creerse capaz de dominarla.
Cuando la criatura despierta, Víctor huye, incapaz de reconocerla como suya. Del Toro subraya esta fuga como el primer acto de violencia, la monstruosidad no reside en el cuerpo creado, sino en la incapacidad del creador para sostener lo que trae al mundo.

Víctor nunca logró comprender a su criatura; le temió antes de intentar conocerla, del mismo modo que Jehová destierra a Adán y Eva del paraíso para marcar la frontera entre perfección y desobediencia.
Así también Frankenstein intenta expulsar a su creación de cualquier posibilidad de pertenencia, negándole el cobijo que él mismo le dio vida. Ese gesto fundador crearlo para luego repudiarlo condena a ambos personajes a un destino de culpa, soledad y violencia.
La criatura emerge entonces como el corazón emocional de la historia. Aprende a ver, a escuchar, a sentir, con una inocencia que contrasta dolorosamente con el rechazo que recibe. No es monstruosa por naturaleza, sino por la reacción violenta que su sola presencia provoca.
Shelley escribió este dilema como una reflexión sobre la otredad, y Del Toro lo reafirma al mostrar cómo la diferencia, lo que se sale de la norma, activa un miedo instintivo. Ese miedo se transforma rápidamente en hostilidad: el mundo no le teme por lo que hace, sino por lo que parece.
La otredad se convierte así en un espejo cruel de nuestra incapacidad para tolerar lo desconocido. La criatura descubre que su deseo de pertenecer es incompatible con una sociedad que juzga primero la forma y nunca el fondo.
Su tragedia no es haber sido creada, sino haber sido abandonada a un entorno que lo expulsa antes de escucharlo. En ese camino, la herida de la exclusión se vuelve el núcleo de su identidad: aprende que el mundo lo teme, y el miedo ajeno finalmente lo transforma.
Aquí aparece un quiebre interpretativo: la primera criatura en Frankenstein no es el monstruo, sino Elizabeth. Del Toro construye un espejo entre ella y la creación: ambos son sujetos marginados, incomprendidos y oprimidos por un orden que los percibe como seres “fabricados” más que como individuos con voluntad propia.
En una escena, William le pregunta a Víctor si su criatura posee inteligencia, como si esa fuera la única medida válida para determinar si un ser merece respeto. La cámara, sin embargo, no se centra en la criatura, sino en Elizabeth.
La pregunta capacitista no solo deshumaniza al monstruo: también interpela a la mujer cuya inteligencia, humanidad y autonomía han sido históricamente cuestionadas. Ella reconoce esa violencia porque la ha vivido.
Cuando Elizabeth mira al monstruo por primera vez, lo hace con fascinación. No es miedo lo que siente, sino reconocimiento. Ve en él una parte de sí misma: una existencia moldeada por manos masculinas, definida por expectativas ajenas y castigada cuando se sale de ellas.
Las mujeres, como la criatura, han sido tratadas como seres creados, silenciados y convertidos en reflejo de los deseos de otros. La criatura simboliza, entonces, su monstruosidad existencial: aquello que el mundo les niega, reprimido y devuelto como amenaza.
Su vínculo va más allá de la empatía femenina y más allá de lo romántico. La criatura es la parte de Elizabeth que el mundo teme. Elisabeth es la parte de la criatura que aún desea ser amada. Ambos necesitan del otro para sobrevivir en un entorno que los maltrata por razones distintas pero nacidas del mismo sistema de opresión.

Pero entre tanta desolación surge un respiro: el viejo De Lacey. Un hombre ciego que, al no ver, ve más que todos los demás. Su incapacidad para mirar la deformidad física se convierte en una posibilidad de encuentro.
Para él, la criatura es una voz que intenta comunicarse, un ser con pensamiento, emoción y dolor. En esa breve amistad, la criatura experimenta lo que nunca había tenido: un vínculo que no depende de su apariencia. Del Toro convierte esta escena en uno de los momentos más humanistas de su interpretación, donde la empatía nace de la escucha, no de la mirada.
La amistad con De Lacey abre una grieta de esperanza, pero también demuestra cuán frágil es la aceptación. Cuando los demás descubren la presencia de la criatura, la violencia se impone. Ese instante marca el punto de quiebre: comprender que la humanidad solo le es concedida mientras permanece invisible.
La traición del mundo, sumada al abandono de su creador, consolida la pregunta que recorre toda la obra: ¿quién es realmente el monstruo?

Visualmente, Del Toro construye un universo donde la estética gótica no solo decora, sino que respira junto con los personajes. La luz y la sombra funcionan como extensiones de la culpa, del miedo y de la ternura.
Los laboratorios fríos y meticulosos revelan la arrogancia científica de Víctor. Además de con los bosques y espacios abiertos, exhiben la de la criatura; mientras que las casas y salones recargados de objetos hablan de un mundo que pretende controlar aquello que apenas entiende. Cada imagen sostiene la tensión entre belleza y horror, entre lo humano y lo que dejamos fuera de sus límites.
En conjunto, esta reinterpretación no busca resucitar el terror clásico, sino recordarnos la responsabilidad ética y afectiva que existe en toda forma de creación: una vida, una relación, un deseo, incluso un ideal.
Del Toro nos conduce a una conclusión inevitable: el verdadero monstruo no es quien nace diferente, sino quien se niega a reconocerse dentro de su humanidad. Shelley escribió Frankenstein como un cuestionamiento a la arrogancia humana, del Toro la convierte en un espejo contemporáneo donde la otredad sigue siendo motivo de expulsión y donde el abandono continúa generando violencia.
Al final, Frankenstein nos recuerda que nuestra humanidad no se encuentra en la perfección, sino en la capacidad de responder por aquello que hacemos nacer en el mundo. La criatura, en su dolor, no es solo un monstruo trágico: es la prueba de que amar lo desconocido exige más valentía que temerlo.







