Recuerdo sus ojos verdes acercándose a la vitrina, viéndome, examinándome. Recuerdo que me tomó entre sus manos y leyó las instrucciones del paquete. Su bella sonrisa escondía una curiosidad distinta al resto de los clientes.
Duré bastante tiempo en esa tienda, no sé cuánto, pero el suficiente para descifrar las intenciones de los posibles compradores con tan sólo observarlos.
Las que se acercaban a este lado del pasillo, eran en su mayoría mujeres; aunque no faltaba uno que otro hombre que venía a explorar, pero ellos eran más decididos en su compra. Eso mientras que las mujeres parecían acercarse más por morbo que por interés.
Se acercaban en pares, o solas. Sí se reían de manera discreta significaba que les provocaba gracia y que no tenían ningún interés notable en adquirir uno como yo. Si se reían abiertamente y además preguntaban mi precio, entonces, lo más seguro es que comprarían y luego hablaban de que alguno de los míos sería el regalo indicando para una amiga. Había otro tipo de clientes, las que se acercaban decididas y miraban al producto en todos sus ángulos, y sonreían, y preguntaban el precio antes de depositarnos con ternura y envueltos en bolsas negras, dentro de sus propios bolsos de mano.
De ese tipo era Camila, que no dejaba de mirarme muy de cerca como si fuera a besar el empaque plástico que me contenía.
Preguntó mi precio, luego me tomó en sus brazos y preguntó a la encargada de la tienda –quien era una mujer con el pelo plateado y los dientes amarillos que siempre estaba fumando –cuáles eran mis cuidados y las baterías que requería.
Después me envolvieron en la bolsa negra de los victoriosos y antes de meterme a su mochila negra, me dijo
–Tú serás Roberto –después sólo escuché el cierre.
Estaba demasiado nervioso pensando en lo que me esperaría después; pero además me sentía gravemente ofuscado por la dulzura de su voz bautizándome. Mi nombre, Roberto, había sonado precioso entre sus labios. Me sentía conmovido, me preguntaba si a los demás les había pasado lo mismo, si también tendrían un nombre.
¿Cuál sería el de los demás? ¿Por qué Roberto?
Al llegar a su casa volvió a tomarme entre sus manos y a sonreír para mí. Me desempacó, me tocó con sus manos frías, probó mis velocidades y al final me dejó en el buró cerca de su cama.
Tomó un teléfono y empezó a hablar de mí con Cecilia, le contaba sobre mi gran tamaño y mi forma, modestia aparte, yo era un artefacto estupendo.
Mientras ella reía con los comentarios de Cecilia, en una charla que se prolongó demasiado, yo tuve el tiempo de examinarla a ella. Su piel era pálida y su cabello largo y negro. Una arracada rodeaba su labio inferior, mientras que de su cuerpo puedo decir que era alargado y escuálido; lo que más me gustaba de él eran los lunares que tenía sobre sus pechos, y que podían verse sobre el escote de su blusa. Vestía toda de negro, siempre lo hacía, y cuando estaba sola escuchaba música muy ruidosa con guitarras eléctricas y sonidos de batería.
Todo eso lo aprendería con el tiempo, pues antes de eso sólo conocía a las mujeres de la tienda. Su habitación ahora era mi vitrina, sus paredes lucían un color morado y sombrío y me gustaba, aunque no más que sus bellos ojos.
Apenas cortó la comunicación con Cecilia, encendió las bocinas con esa música estruendosa que parecía relajarla, apagó la lámpara de su buró para encender unas veladoras de color púrpura que desprendían un aroma a dulce y penetrante, y se acostó mirando al techo, de piernas cruzadas.
Su cabeza se movía al ritmo del sonido, y con sus manos dibujaba cosas en el aire. Parecía divertida y concentrada, se veía sumamente bella. Después de varios minutos se escuchó una canción que se distinguía de las demás por tener un ritmo más pausado, aunque igual de agresivo.
Ella se levantó y empezó a contonear sus caderas de un lado a otro, mientras con las manos se acariciaba el cabello y el cuello. Luego se quitó la playera y quedó prácticamente desnuda, salvo por un sostén negro y unas pantaletas azules que la vestían.
Disfrutaba moviendo su desnudes, acariciando su vientre plano, su cuello, su cabello y sin dejar a un lado el ritmo.
De repente se sentó sobre la cama, si hubiera podido hablar le hubiera pedido que no se detuviera, que bailara un poco más para mí, pero entonces ella empezó a acariciar sus muslos y sus senos. Con una de sus manos sacó uno de sus pezones y lo apretó con fuerza; el otro corrió la misma suerte, mientras tanto, su otra mano acariciaba sus piernas, su ombligo, su pubis.
Parecía disfrutarlo, mordía sus labios y se agitaba, tarareando la canción que parecía eterna. Cuando está por fin terminó, ella se bajó las pantaletas y me llamó:
-Ven Roberto –al mismo tiempo me tomó con su mano y me encendió, para después introducirme adentro de sus piernas.
Nunca imaginé que una vagina sería tan estrecha, y aunque las baterías me hacían vibrar, yo me movía sin poder evitarlo temiendo lastimarla. Su cavidad se humedecía más y más y yo temblaba pensando que le dolía, hasta que sus músculos internos me aprensaron con varios espasmos y pude salir de ahí por completo. Pude ver su cara satisfecha, sonriendo, de esa forma tan maravillosa que, de tener vida, seguro me haría vibrar sin baterías.
Esa fue nuestra primera vez, y las demás fueron muy similares. Al principio ella me usaba todos los días, a veces en la cama oyendo música, a veces en la bañera. A veces no bailaba, sólo se abría de piernas y me usaba para el propósito que yo había sido creado. Lo irónico es que esa era la parte más aburrida para mí. Yo disfrutaba verla tocándose, o hablando por teléfono con Cecilia, o dormida abrazando su almohada, o leyendo sus libros de portadas oscuras; pero ser abrazado por sus entrañas no producía la menor de las sensaciones en mí. Al menos no hasta que veía su cara satisfecha.
Así fue un tiempo yo permanecía en el buró, dentro de mi nueva y amplia vitrina, dónde poseía un nombre y no un código de barras, y ella llegaba a descansar y yo podía observarla.
Hasta que una tarde en específico tardó más de lo esperado. Las manecillas del reloj en forma de gato que estaba frente a mí, mostraban una posición distinta a la habitual cuando entró intempestivamente a su habitación, acompañada de alguien más.
Era similar a ella, pero en masculino. Él no decía nada, sólo se sentó en la cama mirándola, mientras Camila se movía de un lado a otro, levantando ropa sucia del piso y encendió las bocinas, para escuchar su melodía de siempre.
Acto seguido, bueno, ella se montó sobre él, y empezó a gemir. La diferencia es que, esta vez, sus manos hacían su trabajo con él, y las de él con ella. Quedaron totalmente desnudos por un buen rato, tocándose y besándose, golpeándose en posiciones que no entendí, hasta que él se puso frente a ella, de pie, y pude ver algo muy parecido a mi –¿o será que yo era parecido a eso? –pegado a su cuerpo.
Ella lo metió a su boca y siguieron así gran parte de esa noche. Yo sentía que algo de mi dolía, y ni siquiera entendía como el plástico podía sentir dolor. Ahí, viendo a la mujer que amaba haciendo lo que hacía conmigo, pero sin mí, entendí mi propósito, no sólo en su vida, sino en el planeta entero.
Yo hacía lo que René hacía, antes de que René estuviera en mi vitrina.
Así se llamaba el chico, el llegó muchas veces así, junto con ella, cuando las manecillas recorrían más camino del común yo sabía que los dos llegarían, y lo harían con ese dildo de carne que él tenía pegado a la cintura, y yo vería como hacia disfrutar a mi chica.
René era músico, y cuando terminaban de hacer lo que hacían siempre, ella se acomodaba en su regazo, y hablaban de rock, esa música que a ella tanto le gustaba.
Fue así cómo supe de instrumentos.
Yo siempre estuve ahí, pero René jamás reparó de mi presencia hasta un día en el que Camila había quedado sin ánimos de hablar y permanecía en silencio sobre el regazo de él, y entonces, curioseando en la habitación, me notó casi rozando su cabeza, en el buró.
–¿Y esto? –preguntó conteniendo una risa como las de aquellas clientas que me veían y no compraban nada.
–Es Roberto –dijo ella sin darle demasiada importancia al asunto.
René pidió permiso para tomarme, y lo hizo. En sus manos me analizó, y si yo hubiera podido hubiera empezado a vibrar para ver si lograba hacerle por lo menos un poco del daño que me hizo a mí todas esas noches.
–Tu novio debe odiarme, ¿hace cuanto que está ahí? –preguntó él, riendo.
–Llegó desde antes que tú, y bueno, cuando no estás el me ayuda a no sentirme sola.
Eso era mentira, desde que ese pendejo entró en mi vitrina Camila no me tocaba, ni me miraba, es más, yo pensé que ya ni se acordaba de mí.
Pero lo comprendía. Yo no era competencia para René, yo no tenía brazos, ni tocaba en una banda, yo no podía desbrochar su ropa ni besarle los pezones como él lo hacía; yo sólo vibraba y ni siquiera lo hacía a voluntad.
A la siguiente vez que los dos estuvieron en mi cuarto, René me usó en Camila, muerto de la risa, pero sin detenerse, me usó en Camila varias veces. Entonces entendí que él tampoco me veía como competencia y que satisfacíamos intereses distintos en Camila; él la enamoraba, y yo la llenaba de esas convulsiones extrañas que llaman orgasmos.
Empecé a ver a René con distintos ojos y hasta celebraba que llegara a la habitación porque entonces Camila lucía su bella sonrisa todo el tiempo. No éramos enemigos, no nos reemplazábamos, más bien nos complementábamos.
Todo estaba bien de nuevo y ya no dolía nada cuando los veía juntos; pero algo pasó y Camilla llegó una tarde llorando, se tumbó en la cama boca abajo y permaneció llorando mucho tiempo. El teléfono sonó, era Cecilia, Camila le contó que René y ella habían terminado ese día, porque él tenía otra chica y los había encontrado besándose afuera del trabajo de él.
Yo entendí a mi chica, yo sentí lo mismo cuando la vi con René las primeras veces. ¿Por qué no podía ella ver como suplemento a la otra mujer en cuestión? Quizá si René hubiera comprado uno como yo, pero para hombres, Camila no se sentiría así.
Odie a René, odié su música, mi chica lloraba y era su culpa y yo no podía abrazarla ni decirle que yo le sería leal por siempre. Después de un buen rato, Camila se levantó y la escuché llorando aún por encima del sonido de la regadera.
Más calmada, se recostó en la cama, y aún mojada empezó a tocarse, y me usó, como siempre lo hacía, y procuré vibrar como nunca, aun cuando sabía que mis intentos de moverme de nada servían.
De nuevo las cosas volvían a la realidad, pero hombres había muchos y uno nuevo llegó a mi vitrina. Su nombre era Carlos. Él era corpulento, su piel era negra y sus manos gigantes, así como gigante era su dildo de carne, me sacaba varios centímetros de largo.
Él, a diferencia de René, era tosco y agresivo, hacía gritar mucho a Camila cuando ella se ponía de rodillas y codos en el colchón.
Carlos entró en la vitrina varias veces, pero no tantas como René. Más pronto de lo que esperaba Camila regresó para llorar otro poco sobre su cama, hablando con Cecilia por teléfono.
Bueno, yo empecé a sentirme digno de ella, pues aunque no tenía brazos, ni medía cinco centímetros más, ni tenía una banda, ni la hacía gritar mientras le empujaba el trasero; yo tenía algo que , al parecer, pocos hombres tenían: Lealtad.
Mi idilio con Camila siguió mucho, mucho tiempo. Había intervalos en los que un nuevo René o un nuevo Carlos se asomaba a la vitrina, pero yo ya no sentía ni empatía ni coraje, sólo esperaba el momento en el que jamás regresaran y que sería de nueva cuenta Roberto, el mejor de todos, el único, el fiel.
El día que conocí a Cecilia pintaba para ser divertido, y lo fue. Ella llego con tubos de madera pequeños y delgados, en los que ponían una hierba verde a la que le encendían fuego para después aspirar el humo.
Ellas reían sin detenerse, y yo con ellas. Al parecer era cumpleaños de mi amada, y el teatro de la hierba era para festejar. Decían incoherencias, y reían.
–Enséñamelo –solicitó Cecilia de manera repentina, y mi Camila se estiro un poco para tomarme del buró. Las dos empezaron a jugar con mis velocidades, yo brincaba en sus manos y ellas reían como si fueran a morir por ello.
Entonces, algo que no creí posible, sucedió. Las dos empezaron a besarse y tocarse. Por un momento pensé que Cecilia tendría un dildo de carne, pero no. Tenía exactamente lo mismo que tenía Camila, y ambas me utilizaron hasta que se quedaron dormidas.
Al despertar, ambas estaban desnudas, empezaron a vestirse, aún riéndose, decían que esa había sido una noche muy loca.
–Ya se me había olvidado que cuando te pones grifa te sale lo lesbiana –dijo Camila mientras se subía los jeans. Ambas rieron.
–Me gustó Roberto, lo hace rico, pero espero que tengas espacio para Cecilio –dijo esa mujer, mientras corrió hacia su mochila y sacó a mi verdadero rival. Uno fosforescente, que no tenía base, sino más bien dos cabezas, aun sigo sin saber porqué. Vibraba, si, y no era de plastisol, sino de un material de mayor calidad.
–Feliz cumpleaños friend –canturreó Cecilia mientras tomaba a Camila de la cintura y le bajó los pantalones para usar al nuevo inquilino con ella.
Camila gritó como nunca, vaya, ni con Carlos.
Luego de que ella terminó se levantó de la cama, se abrazaron fraternalmente.
–Eres mi mejor amiga ¿lo sabías? –dijo Camila a Cecilia, y abrazadas se fueron a desayunar, dejando a “Cecilio” sobre la cama.
Él no me había notado, y yo pensaba en aclararle que mi lugar en esta vitrina era firme, pues de todos sus amantes yo era él único que le era fiel, y que por eso ella me respetaba y me amaba.
Cuando Camila regresó, tomó al nuevo y lo metió en un cajón. Yo me sentí triunfante, pensé en que con ese gesto bastaba para señalar quien era el preferido, el victorioso.
Pero entonces ella me tomó en sus brazos, me envolvió en una bolsa negra, y me trajo directo a este contenedor, donde me encuentro ahora contándoles la historia del Roberto, el dildo más fiel y enamorado de la historia, cuya dueña nunca fue leal, ni siquiera a él.