Gustavo Garzón – Ecuador
A veces se cree que levantarse temprano, desperezarse a gusto, tomar una ducha, servirse desayuno abundante y nutritivo es suficiente para que el día se vaya desarrollando como lo esperamos, como era de esperarse cuando abandonó la cama descansado, realmente descansado.
A eso de las nueve y treinta, ya estaba listo a enfrentar el día como Hércules habrá estado para enfrentarse a las Gorgonas y un vendedor toca a la puerta. María abre, intercambian unas palabras; pasan a la sala de recibo.
Él baja, como casi todos los días, de sport; encuentra a María al pie de las escaleras y es informado de que el vendedor desea una entrevista.
El vendedor es el tipo de hombre hecho a medida de su terno; saluda cortésmente, toman asiento. María, que se ha quedado respetuosa unos pasos atrás, pregunta si los señores tomarían una taza de café.
– ¿El caballero desea?
– Muy amable, gracias.
María desaparece y él adquiere la posición: usted dirá.
– He venido a hacerle un gran servicio.
Se previene porque es la típica introducción del alumno aprovechado de Carnegie.
– Quisiera presentarle, si me lo permite, una muestra de nuestro producto-. Hace ademán de abrir el maletín que yace junto a su sillón.
– Adelante – le anima pensando que va a perder el tiempo.
Saca un cubito de cristal conectado mediante alambres a un aparato similar a un radio de bolsillo, en cuya parte superior titila un foquito. Coloca todo sobre la mesa del centro y aparta el florero para que no haya obstáculos en el campo de visión. Dentro del cubo hay una mesa que apenas insinúa alguna forma. El se acerca, observa con detenimiento; es cierto, la mesa late rítmicamente.
María entra, deja el servicio sobre la mesa y vuelve a desaparecer como solo ella sabe hacerlo.
– Esto, mi querido señor, revolucionará su vida.
No muy adepto a los organismos inferiores, menos aún si parecen puré de hígado sometido a choques eléctricos; sirve el café y bebe el suyo para evitar probables reacciones del estómago.
– Por favor, vayamos al punto – dice señalando el cubito.
– Hermoso ¿verdad? – cierra el maletín, toma su taza y agrega: este embrión no requiere mayor de mayor cuidado, se desarrolla en un período, digamos, relativamente corto y, por su puesto, su costo es fácilmente accesible para personas de su posición.
– Todo eso está muy bien, siempre y cuando uno sepa qué llega a ser esta maravilla de embrión.
– Un dragón, caballero, un hermoso y auténtico dragón.
Sonríe, vuelve a acercarse al cubo, pero no distingue fauces, escamas, cola, alas o cualquier otro indicio de la calidad dragoniana de la masa de cartílagos.
– No es que desconfíe de su palabra, pero cómo, si se puede saber, ¿puedo estar seguro de que se trata de un verdadero dragón?
– Hay una manera muy fácil de comprobarlo – responde orgulloso -; comparto su inquietud, permítame invitarle a esa ventana.
Se ponen de pie, el vendedor le toma ligeramente de un brazo para conducirle hasta la ventana que da al jardín en donde, apacible, un dragón no más grande que un asno devora un rosal.
– ¿¡María, María!?
Aparece María.
– María, ¿qué hace ese animal en el jardín?
– El señor me pidió que le diera un poco de agua.
– Sepa usted – dice dirigiéndose al vendedor – que tendrá que pagar los daños que esa bestia cause en mi jardín.
– Por favor, no lo tome a mal, es que a veces se pone muy travieso.
– Travesura o no, ¡sáquelo de mi rosal y salga usted de mi casa!, ya mis abogados se encargarán de la demanda que inmediatamente ejecutaré contra usted y su compañía.
No le quedó más que guardar sus cosas; María lo acompañó hasta la puerta.