El megaoperativo Operação Contenção de octubre de 2025, presentado por el Estado brasileño como una acción contra el crimen organizado, dejó al menos 121 personas desaparecidas, revelando que no fue una operación de seguridad sino una práctica de exterminio inscrita en una larga historia de violencia estatal.
Leído desde el concepto de desaparición forzada, el operativo expone un modelo recurrente del Estado brasileño: la criminalización de territorios pobres, la suspensión de derechos y la producción deliberada de cuerpos sin rastro, repitiendo mecanismos que van del periodo colonial y la dictadura militar a las incursiones contemporáneas en las favelas.
Así, la desaparición forzada opera como una tecnología de gobierno que busca borrar vidas y testimonios.
Durante más de cuatro siglos, Brasil ha sostenido un régimen de control territorial y racial que, pese a sus transformaciones, conserva un mismo núcleo: la gestión violenta de los cuerpos negros y pobres.
De los quilombos, que se constituyeron como comunidades autónomas, formadas por personas esclavizadas que escapaban del sistema colonial, a las favelas contemporáneas.
De los cangaceiros, que fueron vaqueros del sertão nordestino, los cuales surgieron como respuesta violenta al abandono y la desigualdad del Brasil rural, a la constitución de las milicias urbanas en Río de Janeiro.
La historia brasileña revela una persistencia inquietante, donde el Estado ha construido su autoridad mediante la declaración de “enemigos internos” y la exhibición de sus cuerpos como prueba del orden.
Entre los siglos XVII y XIX, los quilombos fueron refugios y territorios autónomos formados por personas esclavizadas que escapaban de los ingenios, las minas y las haciendas.
Eran, como los definió el sociólogo Clóvis Moura, “contrasociedades”, espacios políticos y simbólicos que desafiaban la estructura esclavista y proponían otras formas de vida.
En ellos se gestó, según Moura, el primer movimiento de descolonización territorial en Brasil.
A pesar de la abolición de la esclavitud en Brasil en 1888, nunca se realizó una integración de los afrobrasileños a la sociedad y al poder brasileño.
La joven República mantuvo intacto el racismo estructural, dejando a la población afrobrasileña sin acceso a tierra, vivienda ni a los derechos básicos, y aislándola, por lo que terminó asentándose en las periferias de las ciudades.
Así surgieron las primeras favelas, heredando el mismo estatus que los quilombos y creando territorios “fuera del orden del Estado”.
Como nos recuerda la antropóloga Lilia Schwarcz, el Estado sustituyó el control del esclavo por el control del pobre: la favela se convirtió en un espacio a vigilar, contener y, llegado el caso, castigar.
Las operaciones policiales en Río de Janeiro de Jacarezinho en el 2021 (operación policial en la favela de Jacarezinho que dejó al menos 29 muertos, constituyéndose como la segunda matanza más letal en la historia de la ciudad) y el megaoperativo del Alemão y Penha en 2025 (intervención de 2 500 policías contra el Comando Vermelho en las favelas del Complexo do Alemão y Penha, considerada la más sangrienta de la historia de Río, con decenas de muertos, arrestos y uso masivo de fuerza), reproducen una guerra interna.
Para los planteamientos del filósofo Achille Mbembe, esta constituye la creación de una necropolítica, constituyéndose en un modelo de gobierno en el que ciertos cuerpos pueden morir sin generar escándalo, ya que no se considera que su vida sea digna de duelo.
La ecuación en este contexto es clara: antes, el fugitivo del quilombo era el enemigo y hoy, ante el estado brasileño, lo es el “traficante”, el cual encarna a esa figura que concentra el miedo, la sospecha y la violencia legitimada del Estado.
Esta violencia es ejercida por el gobierno brasileño desde su configuración como un Estado republicano, el cual no sólo persiguió a los quilombolas (comunidades afrodescendientes brasileñas descendientes de los antiguos quilombos, que mantienen territorios, prácticas culturales y formas de vida heredadas de la resistencia esclava), sino que también persiguió a otras formas de relaciones sociales.
Como sucedió en el sertão nordestino, donde los cangaceiros tejían redes de protección, lealtad y supervivencia en medio del abandono, la pobreza extrema y la violencia rural, el cual fue escenario de otro conflicto, mediante la persecución de los cangaceiros, los cuales fueron liderados por Lampião y Maria Bonita, que encarnaban la protesta popular ante la desigualdad rural, ante el bando del Estado del interior del nordeste brasileño.
En 1938, bajo el gobierno militar de Getúlio Vargas, el Estado brasileño decapitó a Lampião, Maria Bonita y varios de sus compañeros y sus cabezas fueron exhibidas en la plaza pública de Piranhas, fotografiadas y expuestas en museos: fue una demostración violenta y explícita del Estado y su concepción de soberanía, donde “el orden” triunfaba sobre la subversión.

Esa misma lógica del gobierno que controla mediante la violencia se repite hoy en las favelas, donde los cuerpos abatidos son fotografiados y sus imágenes circulan en noticiarios y redes como trofeos del combate al crimen, como advertencias ante otras formas de pensar.
El lenguaje cambia, pero la estructura del poder no. Unos años después, durante el régimen militar brasileño (1964–1985) se institucionalizaron la tortura, la desaparición y los escuadrones de la muerte.
Al llegar la democracia en 1985, el aparato represivo del Estado no fue desmantelado, solamente se privatizó.
De esta forma, nacieron las milicias urbanas, grupos armados formados por policías y ex militares que ejecutaban operaciones extrajudiciales bajo el pretexto de “limpieza social”.
En Río de Janeiro, estos grupos se transformaron en redes criminales que controlan barrios completos, cobran cuotas, monopolizan servicios y participan en campañas electorales.
Hoy, más del 50% del territorio urbano de Río está bajo dominio miliciano. La política se ha mezclado con estas redes, como lo evidencian los múltiples vínculos entre figuras públicas, incluida la familia Bolsonaro, y los llamados “grupos de exterminio”.
Por otro lado, en 1978, se creó el grupo BOPE (acrónimo de Batalhão de Operações Policiais Especiais, es decir, Batallón de Operaciones Policiales Especiales) el cual se presenta como una unidad de élite contra el crimen organizado. En la práctica, este grupo actúa como un grupo de choque que opera en las favelas de Río de Janeiro.
Algunos de sus operativos más violentos de los últimos años iniciaron en los años previos al Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016, mediante las Unidades de la Policía Pacificadora (UPPs) las cuales intentaron imponer una ley de exclusión y violencia mediante ocupaciones permanentes de las favelas de Río de Janeiro.
Según especialistas como Felipe Brito, más que una política social, la pacificación fue un dispositivo de gentrificación, para estabilizar militarmente un territorio y abrirlo al turismo y la especulación inmobiliaria.
Otro de los elementos del pasado megaoperativo es el llamado Comando Vermelho, el cual surgió en la prisión de Ilha Grande a final de la década de los años 70, donde presos comunes y presos políticos de la dictadura militar brasileña convivieron.
Esta convivencia generó un intenso intercambio, donde los presos comunes aprendieron estrategias de organización y resistencia (como la formación de grupos cohesionados, la creación de códigos internos y la confrontación con el sistema penitenciario), y los presos políticos, a su vez, obtuvieron protección y apoyo dentro del entorno carcelario.
Mediante este intercambio, nació lo que conocemos hoy como Comando Vermelho, el cual pronto se expandió fuera de las cárceles y empezó a controlar grandes extensiones de las favelas.
Por otro lado pensemos en el empleo de la palabra “terrorista”, esa palabra que le da al Estado la potestad de no concebir al otro como una persona, le da el poder del exterminio sin juicio, sin proceso.
Ya desde la dictadura brasileña, “terrorista” era el opositor político que había que eliminar. Hoy, el término se aplica al joven negro de la favela que hay que borrar. Durante la “Operação Contenção”, autoridades y periodistas describieron a los habitantes del Alemão como “células terroristas”.
Ese desplazamiento semántico les permite borrar la frontera entre guerra y seguridad pública. Logrando con ello que el cuerpo abatido se convierte en mensaje, en una prueba del triunfo del orden. Como diría Giorgio Agamben: una vida expuesta, disponible para ser mostrada y descartada.
Judith Butler (2004) nos recuerda que el duelo es una forma de reconocimiento político. En Brasil, los muertos de las favelas no reciben este reconocimiento, pues sus vidas son etiquetadas como “criminales”, y sus muertes como “terroristas”: para el Estado son sólo números.
La violencia en las favelas se articula como una política de visibilidad; los cuerpos muertos se exhiben, su imagen se disocia de la humanidad, el “sospechoso abatido” sustituye al individuo, borrando su historia y su nombre.
Este proceso produce una estética de la violencia, donde la muerte se convierte en una forma de comunicación estatal.
En Brasil, la historia de la violencia estatal muestra una continuidad entre la represión dictatorial y la gestión contemporánea de la seguridad pública.
Las favelas de Río de Janeiro funcionan como laboratorios de esa gubernamentalidad violenta. Durante los operativos policiales, como los de Jacarezinho (2021) o el Complexo do Alemão con la Operação Contenção (2025), el Estado suspende la ley y despliega una fuerza desproporcionada sobre poblaciones racializadas, produciendo desapariciones justificadas bajo el discurso de la “guerra contra el narcotráfico”.
Estos territorios y estas favelas encarnan lo que Agamben (1998) denomina un estado de excepción permanente, donde la norma jurídica se aplica y se suspende al mismo tiempo.
Los habitantes de las favelas son ciudadanos en lo formal, pero su vida está siempre expuesta a la muerte impune. La policía actúa como soberano, y el cuerpo favelado se convierte en el lugar donde se escribe el poder estatal.
Por un lado la policía exhibe estos cuerpos para demostrar su control, mientras que por otro las comunidades, las favelas, buscan registrar a la barbarie para reclamar la memoria de sus integrantes.
En esta disputa visual, entre el control y el duelo, se juega hoy la posibilidad de otras formas de concebir a lo social.
En este contexto, la noción de Mbembe (2003) sobre la necropolítica adquiere un carácter tangible, donde el Estado brasileño ejerce su soberanía mediante la administración diferencial de la muerte.
La violencia se distribuye racial y territorialmente. La muerte en la favela no es un accidente, sino una política.
La violencia actual en Brasil no es un accidente ni una desviación, es un modo histórico de gobierno, en su expresión más sofisticada.
Desde Foucault hasta Mbembe, las teorías del control muestran que el poder moderno se funda en la capacidad de administrar la vida y producir la muerte.
En Brasil, esa administración está atravesada por el racismo estructural y por una herencia militar que nunca fue desmantelada. De los quilombos masacrados a las favelas sitiadas, de las cabezas de Lampião a los cuerpos muertos exhibidos en las calles de la favela do Alemão.
El país arrastra una guerra interna que nunca fue declarada pero siempre estuvo en marcha mediante un racismo estructural y una herencia militar que nunca fue desmantelada.
El cuerpo negro y pobre, constantemente vigilado, abatido o archivado, es el lugar donde el Estado reinscribe su soberanía.
Frente a ello, las imágenes que escapan al relato oficial se vuelven espacios de resistencia, interrumpiendo la maquinaria biopolítica y abriendo una posibilidad ética, la de volver a mirar.
Comprender esto es el primer paso para imaginar una sociedad donde el territorio negro deje de ser un campo de batalla y el cuerpo masacrado deje de ser un mensaje de control y poder.
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*Bruno Besani es artista visual e investigador Doctorante en artes en la UNAM, Maestria en Artes Digitales en la Universidad Pompeu Fabra y en Artes Visuales en la UNAM. Nacido en Recife, Brasil y radicado en la Ciudad de México, Bruno Bresani trabaja entre la fotografía, el video, el sonido y el archivo. Su práctica explora las tecnopoéticas del error, el cuerpo y las políticas de la imagen. Ha publicado y expuesto en México, Argentina, Chile, España, Colombia y Finlandia. Participó en residencias como Hangar (Barcelona), Fiskars (Finlandia) y Salzburg (Austria).
http://www.brunobresani.com | @brunobresani
El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. En esta columna, Con-ciencia, participan integrantes del Comité Investigador, estudiantes asociados a los proyectos del Grupo y personas columnistas invitadas (Las responsables de la misma son Erika Liliana López y Sandra Gerardo (Ver más: http://www.giasf.org)
La opinión vertida en esta columna es responsabilidad de quien la escribe. No necesariamente refleja la posición de adondevanlosdesaparecidos.org o de las personas que integran el GIASF.
http://www.adondevanlosdesaparecidos.org es un sitio de investigación y memoria sobre las dinámicas de la desaparición en México. Este material puede ser libremente reproducido, siempre y cuando se respete el crédito del autor y de A dónde van los desaparecidos (@DesaparecerEnMx).







