Todo aparenta ser más inclusivo en las nuevas generaciones. Aunque todavía existen sesgos, la realidad es que ideas que a los treintones en nuestra primera juventud nos hubieran parecido todavía escandalosas, adolescentes de secundaria y preparatoria las admiten casi de forma natural.
Hay un claro avance progresista en las dinámicas sociales en donde se inmiscuyen los y las jóvenes, lo que representa una bocanada de esperanza para quienes estamos convencidos de que las cosas pueden ser mejores y de que las personas podemos convivir entre nosotras enorgulleciéndonos de nuestras identidades diversas.
Pero no todo es tan bello. Al final siempre quedan restos, actos que parecen totalmente inocentes, pero esconden dogmas y aprendizajes añejos, decadentes, ideas rancias que se aferran a no morir con el paso generacional de la vida.
Pocas veces se reflexionan aquellos actos que nos hacen encajar en modas y usanzas y, es detrás de estas cosas, donde existen las más férreas imposiciones que por alguna extraña razón no dejamos ir.
Hablemos de la reciente oleada de las fiestas de revelación de género, esas en donde una pareja feliz decide hacer una fiesta para revelar en público el supuesto género de su futuro bebé.
Y digo supuesto, porque el género es un constructo social, que puede o no corresponder al sexo, y en general lo que están anunciando es la genitalidad de un recién nacido; de paso celebran la imposición de un género al mismo.
Nadie se pone a pensar que se trata de eso, de los genitales de un ser que aún no nace. Se pierden en la muy comprensiva emoción de tener hijos e hijas y en la muy entendible alegría de dar a conocer algo que consideran importante.
Pero más allá de eso, el mencionar los genitales de un bebé y, además asignarle colores, me parece un retroceso de décadas y décadas de evolución.
Nadie quiere comprarle ropa rosa al niño, ni ropa azul a la niña, porque se nos ha dogmatizado con asignación en función al papel que se supone debemos representan en función a nuestro sexo.
Nadie piensa en comprarle balones a una niña o trastes de cocina a un niño. Los roles se mantienen y siguen hasta nuestra edad adulta, delimitando nuestras personalidades a lo que alguien que no conocimos dijo que era correcto.
Y, por si esto no fuera lo suficientemente escandaloso, festejamos esta imposición, estos aberrantes límites, haciendo lucir humo azul para anunciar niños y humo rosa para anunciar niñas.
Esta imposición no es inocente. Tiene la intención de hacer permanecer años y años de violencia sistémica en donde, si bien, la opresión es hacia las mujeres, tampoco da mucho margen de libertad a los hombres que no cumplen con la heterónoma.
Difícil de ver a simple vista la relación entre una niña vestida de rosa y una niña asesinada en la equina, pero ahí está.
Las imposiciones de roles de género, ya de por sí son algo que no debería de existir, con más razón debería de verse como algo ridículo los actos circenses mal ejecutados que -no por norma, pero regularmente- conforman estas fiestas y que son expuestas en las plataformas sociales virtuales más recientes.
Confieso que, en cada fiesta de revelación de género que veo, siento el deseo interno de que ese niño o niña al crecer se revele y desprecie los colores que le hayan impuesto.