“Abrázame que el tiempo pasa y él nunca perdona”, Alberto Aguilera
Hay heridas que no sanan, sólo se aprende a caminar con ellas. Así caminó Alberto por las calles de Ciudad Juárez con el dolor debido al rechazo. Él mismo lo dijo: “aprendí de la soledad y la hice mi amiga”. Así evitó abrirse demás, vulnerarse, buscó estrategias para evitar el peligro, hasta descubrir que para sobrevivir debía inventar otra piel.
Así nació Juan Gabriel, el cuerpo que cantaba lo que Alberto escribía, la voz que podía sostener lo que el silencio del niño no alcanzaba a decir.
Debo, puedo y quiero es el viaje a la intimidad de la persona que muy pocas veces se asomó al escrutinio público. Aquí no hay reflectores, ni trajes con lentejuelas o mariachis. En cambio conocemos lugares tan propios como la cocina o el baño. Vemos a un Alberto relajado, en shorts y despeinado.

Porque el valor de este trabajo, mismo que se encuentra en la plataforma de Netflix radica en el germen del material. Alberto se video grabó durante más de cuarenta años, en palabras de él mismo: “se está haciendo un video para cuando ya no esté en este planeta.”
Las cintas las tomó María José Cuevas dándoles un sentido narrativo, volviéndolo en un documental en cuatro partes, el cual sin buscarlo o quizá haciéndolo se convirtió en el testamento del hombre que quiso abrir su espacio privado para la posteridad.
En esta introspección, empatizamos con el joven Alberto quien vivió el rechazó, no una sino varias veces por parte de su madre. Debido a que era inquieto o distinto que para efectos prácticos era lo mismo. Aunque él buscó el reencuentro varias veces con ella, este nunca se concretó como él esperaba.
TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR
Ese dolor lo cargó hasta sublimarlo en sus canciones como lo fue “Amor eterno”, escrita tras enterarse de la muerte de su madre. Aunque el atisbo del dolor y del rechazo perdura en su obra, siendo palpable en gran parte de sus canciones como en “Querida”, donde se confiesa y dice: “no me ha sanado bien la herida / te extraño y lloro todavía”.
Ese joven herido componía canciones como si escribiera cartas a su soledad, a su otredad. Lo podía hacer en una regadera, tarareando la música mientras el agua le escurría por la cabeza. Era en esos espacios, donde se encontraba con la necesidad de poner orden al caos. Guardaba esas melodías con cuidado, las ensayaba, las corregía, como si en cada una se jugara su existencia.
Así probando suerte en varios lugares como el Noa Noa o como corista para otros artistas, nació primero Adán Luna, un primer escudo para evitar vulnerarse, hasta que llegó de manera definitiva Juan Gabriel y con él el estrellato.
La serie revela que no había uno sin el otro. Alberto escribía para que Juan Gabriel pudiera cantar. Juan Gabriel se exponía ante los reflectores para que Alberto no desapareciera. En esa dialéctica ambos se sostenían, se complementaban e incluso chocaban porque en este desdoblamiento cada uno tenía su personalidad.
El saberse diferente lo hizo enfrentarse a una sociedad llena de prejuicios, con doble moral y violenta. “Dicen que lo que se ve no se pregunta”, fue la respuesta magistral que dio, para callar los cuestionamientos por su sexualidad.
Ya que ni JuanGa ni Alberto le debían explicaciones a nadie. No le preocupaba encajar en los roles de masculinidad, al contrario se permitía jugar con la ambigüedad. De cantar rancheras y usar trajes con lentejuelas alejándose del estereotipo del macho mexicano. O en pleno concierto se atrevía a retar a los hombres y les preguntaba quién de ellos querría casarse con él.
Porque él lo tenía claro, se debía a su música, al escenario y a su público. Ese niño rechazado encontraba al fin un abrazo, no de una persona sino en la multitud. Cantaba, se movía, se encendía e incendiaba la tarima con sus movimientos. ¡Un escándalo!, el cual llegó tan alto y lejos como el mismo se propuso.

El público aunque al inicio podía ser reacio, al final se rendía y le brindaba su devoción, misma que parecía compensar todas sus ausencias de la infancia. Pero ese amor también lo consumía. Detrás de la figura pública seguía el hombre que vigilaba su música, que desconfiaba, que se sabía frágil.
Quizá por eso grabó tanto, porque sabía que algún día se iría, pero quería dejar testimonio de lo vivido. ¡Y lo logró!, nos dejó un archivo inmenso, no solo de su música, sino de su humanidad.
Debo, puedo y quiero no es sólo el título de un documental sino la síntesis de una vida: quiso ser, pudo hacerlo y sintió que debía compartirlo.







