En pequeños grupos de personas, miles de migrantes avanzaban rumbo a la puerta del Punto de Inspección 36, mismo que ha sido un sitio de reunión para quienes que buscan entregarse a los agentes del CBP, con el fin de tratar de internarse a Estados Unidos.
La mayoría, por no asegurar que todos, caminaron desde el Centro Histórico de Ciudad Juárez, el espacio ocupado por quienes llegan desde tierras lejanas en búsqueda del sueño americano; el tramo abarca al menos 11 kilómetros.
¿Pero qué son 11 kilómetros cuando has atravesado al menos cuatro países completos a pie o en autobús o en aventones sobre vehículos particulares y en el tren?
Once mil metros. Esto equivale entre 14 mil 474 y 16 mil 418 pasos, lo que implica al menos cinco o seis horas de un agotador camino bajo el sol.
Y así era.
Algunas personas caminaban para concentrarse junto con los mil quinientos individuos que ya habían cruzado el Río Bravo y esperaban sobrepasar el alto muro que resguarda los “dorados prados de la Unión Americana”.
Varios marchaban con garrafones llenos de agua a cuestas, todos o casi todos. Entre ellos, un hombre estaba inmóvil… sentado sobre una piedra y con la vista perdida en el oriente, aún con el rostro golpeado de frente con los rayos del astro mayor.

Una pequeña mochila roja guardaba las pocas pertenencias de Daniel Pérez, un joven que tiene apenas 10 días en Ciudad Juárez y que llegó desde Venezuela; también quería cruzar el Río, pero la fortaleza lo había abandonado por la falta de comida.
Las fuerzas de Daniel habían menguado, debido a que sólo el primer día que estuvo en la frontera durmió en un hotel, sin embargo, los otros nueve pernoctó en calles del Centro, aunado a una mala alimentación.
“Ayer comimos, antier no comimos nada en el día, solo una gaseosa y unas galleticas por todo el día”, mientras que aseguró que no había desayunado nada este día (ya eran las 11:00 de la mañana).
Daniel esperaba a sus hermanos: compañeros con quienes habían salido desde Venezuela para cuidarse mutuamente y que habían ido a una tienda a comprar un poco de provisiones para avanzar el último kilómetro hasta el portal 36.
Pese a su esperanza, Daniel y miles más desconocen que el Gobierno de los Estados Unidos decretó que mantiene vigente el Título 8, el cual, establece que la patrulla fronteriza detendrá y procesará a quienes crucen de manera ilegal.

Actualmente, y desde antes, la frontera está cerrada para quienes no tengan autorización o base legal para ingresar, por lo que serán expulsados a través de los puertos de entrada a lo largo de la línea sureste estadounidense.
Unos momentos después, llegaron los amigos: un grupo de tres hombres jóvenes, los cuáles traían consigo bolsas con tortillas de harina, jamón, queso, leche, galletas, una soda de dieta de dos litros y un agua mineral, en lo cual gastaron 20 dólares.
Ellos mencionaron que habían llegado a Ciudad Juárez sin dinero, sin embargo, algunos tenían familiares que viven en Estados Unidos y les han apoyado económicamente de manera periódica.
Para Daniel no fue muy convincente el hecho de que compraran una soda de dieta: “está más rica la regular”, detalló.
Sus acompañantes mencionaron que la tienda estaba casi vacía, ya que cientos de personas ya habían pasado a surtirse de provisiones para la espera.
Los recién llegados formaron un semicírculo y procedieron a abrir los empaques que contenían su desayuno (y probablemente su única comida del día).
Con una sonrisa lograban atenuar los rostros desencajados por el miedo y cansancio, pero ya estaban por almorzar… al fin.
Franklin, uno de los venezolanos tomó una tortilla de harina del paquete, le puso dos rebanadas de jamón y un pedazo de queso, cortado torpemente por sus manos y se lo pasó a Daniel.
Repitió el proceso otras tres veces para darle el bocado a cada uno de sus compañeros y quedarse con un “burrito” para él.
Comenzaron a comer.
Jesús Juárez, “el más viejo del grupo”, así se denominó a sí mismo, con sus 33 años, frenó su bocado para mencionar que tiene un poco de miedo de la “mafia”.
Dio otro bocado y posteriormente contó que ha tenido una mala experiencia con ella en otra ciudad, aunque no quiso dar detalles, esto pese a relatar que sus connacionales son personas afables.
“Eso es lo que nos define a los venezolanos, a todos: la amabilidad y la confianza”, aseguró.
El otro miembro del grupo, un joven de 24 años que no quiso revelar su nombre, repartió unas galletas, se levantó y sacudió el polvo de su pantalonera que una vez fue negra y dio la orden: “ya hay que irnos”.

Franklin abrió un envase de medio galón de leche para ofrecerle a los demás y luego tomó un vaso con la leyenda “Andatti” inscrita en letras blancas.
El recipiente aún tenía restos de café, por lo que, al servirse un poco de leche, se generó una mezcla heterogénea, la cual, mezcló con ayuda de una rama de árbol tomada del bordo del Río Bravo. Bebió el contenido de un solo sorbo para finalmente levantarse.
Los cuatro hombres recogieron los remantes del almuerzo, los embalaron en las bolsas de plástico y descendieron por el escarpado bordo…
Previo al éxodo, fueron cuestionados acerca de su “plan b” en caso de no recibir asilo político:
“Seguiría luchando para ver si algún día puedo estar allá con el favor de Dios”, exclamó Daniel antes de poner su pie sobre una roca sobresaliente de entre las verdosas aguas del Bravo.
El cuarteto cruzó la ciénega, cuya denominación oficial es río, avanzó alrededor de quinientos metros hasta donde termina el alambre de púas que instalan los militares estadounidenses (adhieren diariamente el aproximado de un kilómetro) y tomaron el camino inverso, pero ya en piso americano.
Al acercarse al umbral estadounidense, tomaron turno entre los otros que esperan entregarse a los agentes de migración, para que sus datos personales y biométricos sean guardados en el sistema y con esto, iniciar el procesamiento y estatus migratorio, el cual, en su mayoría corresponde a una expulsión de los Estados Unidos por alguna de las otras ciudades fronterizas.
Los hermanos/amigos que salieron juntos desde Venezuela se difuminaron entre la multitud.