Debo confesar que yo era de aquellos que se sentían molestos por quienes trataban de limpiarme el parabrisas en cada semáforo. No por que estuvieran ahí, sino porque en cada semáforo hay limpiavidrios o vendedores de dulces o los que simplemente piden dinero.
La situación en algunos sitios como en el Centro no es tan distinta: sujetos pidiendo dinero en cada cuadra, en cada esquina.
Gran parte de los que menciono provienen de otros países latinoamericanos y buscan alcanzar el sueño americano.
Pero ser reportero me orilló a convivir con personas que en su mayoría están de paso en Ciudad Juárez: migrantes, especialmente los provenientes de Venezuela, ya que ellos forman parte de la de las nuevas oleadas que llegan a la localidad de manera constante.
En cada investigación, para cada nota por escribir ha sido necesario acercarme a ellos y entrevistarlos. Preguntarles acerca de su proceder, de sus planes, de su camino, de lo que sea necesario para lograr tener información que luego se convertirá en una noticia, luego de ser procesada por mi mecanografía y mi enfoque periodístico.
Poco a poco he ido empatizando con estos grupos, cientos y cientos que son distintos cada vez y a quienes no he tenido el gusto de volver a topar a lo largo de estos meses. Personas que incluso como Johhny, quien trabaja en su CarWash a las afueras de un templo cristiano.
Durante meses observé el carwash y siempre veía que lavaban los automóviles, pero solo como seres humanos con un rostro difuso y ropas decoloradas. Sin embargo, en ningún instante logré (o intenté) ver a alguien a los ojos. Al menos no hasta que acudí al sitio y entrevisté a uno de los trabajadores, quien me relató que había viajado desde Venezuela acompañado de su hija para buscarle una vida mejor. Reitero, una vida mejor.
Este acercamiento generó el inicio de un cambio en mi perspectiva.
Luego de esto, ocurrió la tragedia registrada el lunes 27 de marzo en las instalaciones del Instituto Nacional de Migración (INM), la cual dejó como resultado la muerte de 40 personas y 27 lesionados más.
Estos actos cimbraron al mundo entero, aunque lamentablemente dividió las opiniones de los juarenses, ya que el incendio fue provocado por uno de los recluIdos, mientras los otros encarcelados, previamente, habían apilado las colchonetas frente a los barrotes.
No obstante el inicio del siniestro, lo preocupante fueron las condiciones en que los trabajadores del INM no actuaron para salvar vidas y no denunciaron el incendio ante el servicio de Emergencias 911.
El cambio más significativo ocurrió al conversar con un grupo de cuatro migrantes a punto de cruzar el Río Bravo, con el fin de entregarse a las autoridades americanas y con esto ser procesados. Lo que alienta la esperanza de ser atendidos y recibir asilo político o humanitario.
Este grupo se uniría a otro más grande, de al menos mil 500 personas. Ellos se entregarían en la puerta del Punto de Revisión 36, el cual está situado en paralelo al boulevard Juan Pablo II, entre las avenidas Antonio J. Bermúdez y Arizona.
Tomé fotografías de algunos que caminaban y cruzaban el río; busqué ángulos, buenas tomas (al menos algunas que a mí me agradaran), sin embargo, tenía que buscar entrevistas para poder escribir una nota con «cuerpo», algo no solo informativo, sino con algo humanitario.
No lograba observar a alguien que me llamara la atención para entrevistar, hasta que durante mi caminata lo encontré: un hombre solitario que estaba sentado sobre una roca y su mirada estaba perdida al oriente.
Me acerqué para solicitarle la entrevista y aceptó, aunque se negó a ser captado en video.
Comencé a platicar con él y le dije que lo grabaría, aunque no necesitaba enfocar su rostro; luego de compartirme su nombre, comenzó a responder mis preguntas, aunque a cuenta gotas.
Daniel, de 24 años me confesó que estaba cansado y que no había comido desde el día anterior, y dos días antes no probó alimento; aunado a esto, tenía 10 días en la frontera, de los cuales, 9 durmió en las calles.
Tres amigos de Daniel llegaron cargados con bolsas y se sentaron formando un semicírculo.
Yo quedé dentro de la formación: era parte del ciclo compuesto por cuatro venezolanos y un juarense.
Uno de los hombres, llamado Franklin, comenzó a sacar los productos de las bolsas: tortillas de harina, jamón, queso , leche, galletas, una soda de dieta y un agua mineral, en lo cual gastaron 20 dólares.
Mencionaron que habían llegado a Juárez sin dinero, sin embargo, algunos tenían familiares que viven en Estados Unidos y les han mandado dinero de manera periódica.
Para Daniel no fue muy convincente el hecho de que compraran una soda de dieta («está más rica la regular», mencionó) y como defensa, los otros relataron que la tienda estaba casi vacía, ya que cientos de personas ya habían pasado a surtir provisiones para la espera.
Mientras que me platicaban parte de su historia, pude sentir parte de su dolor, de su cansancio, me sentí como uno de ellos, que se consideran a sí mismos como hermanos.
«Franklin, uno de los venezolanos tomó una tortilla de harina del paquete, le puso dos rebanadas de jamón y un pedazo de queso, rebanado torpemente por sus manos y se lo pasó a Daniel.
Repitió el proceso otras tres veces para darle el bocado a cada uno de los compañeros y para quedarse con un «burrito» para sí mismo y comenzaron a comer.
Es un fragmento de la historia que escribí para Circuito Frontera en la que tuve que omitir dentro de la nota que yo ya era parte del grupo.
También omití que Franklin me ofreció un burrito, sin embargo, no quería menguar su reserva, ya que ellos tenían que comer lo suficiente para soportar un día o tal vez más. Por otra parte, me hubiese sentido egoísta al aceptarles el pan, ya que durante el día, yo podría regresar a mi hogar y comer o simplemente podría comprar algo en algún restaurante o puesto o lo que sea, pero yo tenía opción: ellos no.
Ellos estarían por un periodo indeterminado de tiempo a las afueras de la puerta 36, más otro tiempo considerable durante su procesamiento.
Jesús Juárez, un hombre tan solo un año menor que yo (tengo 34), a diferencia de sus hermanos, no me ofreció comida, solo tomó el paquete de galletas «Maravilla» (mismas que saben deliciosas con un buen cafecito), apartó un puñado y me lo dió, gesto que agradecí de manera sincera.
Ellos comían sus burritos, mientras yo comía lentamente cada una de las 5 galletas que estaban en mi mano y compartíamos el pan.
Jesús me habló de la forma de ser de su pueblo y los describió como amables.
«Eso es lo que nos define a los venezolanos, a todos: la amabilidad y la confianza», aseguró. Sin embargo, la cita está incompleta para fines periodísticos, ya que ésta me incluía a mí. Aunque dijo unas palabras que me hicieron sentir parte de su grupo, de su cultura, las cuales me orillaron a escribir esta historia:
«Si tu andas caminando tranquilo, siendo amable, eso es lo que nos define a los venezolanos, a todos: la amabilidad y como quien dice… por lo menos uno conoce a una persona de mi edad, por ejemplo tú (refiriéndose a mí). Y aquí estamos y estás interactuando con nosotros como si nos tuvieras mucha confianza o nosotros hacia ti y eso es lo que nos define a nosotros», mencionó, mientras que yo contesté con gran confianza que esa amabilidad también nos define a nosotros como chihuahuenses.
Ellos me platicaron acerca de su sueño de poder generar recursos en Estados Unidos, de la miseria de la que escapaban de su natal país, por lo que me sentí obligado a invitarlos a tramitar sus permisos y buscar oportunidades en Ciudad Juárez.
Luego de un silencio, tres de los cuatro dijeron lo mismo: si no logramos quedarnos allá buscaremos la opción de acomodarnos aquí.
El único que no coincidió fue Daniel, él solo sentenció con nostalgia, pero con firmeza que «seguiría luchando para ver si algún día puedo estar allá (Estados Unidos) con el favor de Dios».
Pasada poco más de una hora, se dio el momento de enfrentar al destino: ellos tenían que cruzar las fangosas aguas del Río Bravo, mientras que yo tenía que ir a escribir la información recién recolectada. Bueno, información no, la historia por contar.
Mis hermanos se desvanecían en el horizonte, al poniente. Avanzaban del otro lado del alambre de púas y lentamente se esfumaron.
Los hermanos-amigos que salieron juntos desde Venezuela se difuminaron entre la multitud.