Hace unos días estuvo en México uno de los politólogos más reconocidos del mundo: Adam Przeworski. Su conferencia dejó muchas ideas valiosas, pero el cierre fue inquietante: si queremos que la democracia se mantenga viva, necesitamos reformarla y renovarla.
No se trata de un descubrimiento reciente, pero sí de un llamado urgente. El mundo atraviesa por un proceso de deslizamiento antidemocrático y hay que responder a ello. Lo que no está claro es cómo hacerlo.
Przeworski describe con precisión cómo suelen comenzar estos procesos. El punto de arranque es casi siempre el mismo: la llegada de un liderazgo carismático capaz de movilizar emociones y generar entusiasmo.

Ese impulso inicial se traduce en un gran apoyo electoral, que convierte al nuevo gobierno en una fuerza prácticamente imparable. Con ese respaldo, gana elecciones con holgura y ocupa la mayoría de los espacios de poder.
Hasta ahí, nada fuera de lo común. El problema surge cuando la lógica del poder empieza a depender de conservar esa ventaja a cualquier costo.
Es en ese momento cuando con tal de seguir asegurando triunfos, empiezan a cambiar las reglasdel juego.
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Las autoridades electorales ven recortes en presupuesto y estructura; las reformas se impulsan sin construir acuerdos; los límites institucionales se consideran estorbos; y cualquier crítica se interpreta como una amenaza a “la verdadera voluntad del pueblo”.
El apoyo social se convierte en la excusa perfecta para avanzar sin frenos. Todo se justifica en nombre de una supuesta superioridad moral del proyecto gobernante.
El resultado es una ventaja partidista que deja de ser temporal y se vuelve definitiva. El partido oficial gana una y otra vez, no sólo porque cuenta con seguidores, sino porque controla buena parte del campo de juego.
Con la competencia desequilibrada, las instituciones comienzan a deteriorarse de forma acelerada. Se debilita la autonomía de los organismos independientes (en caso de que no sean erradicados), se presiona abiertamente a los contrapesos y la oposición se convierte en un blanco constante de ataques y descalificaciones.

La polarización se vuelve el combustible de la conversación pública y el poder ejecutivo se expande hasta ocupar casi todo el espacio político.
Lo más engañoso de este proceso es que ocurre dentro de un escenario aparentemente democrático. Hay partidos, elecciones, órganos electorales y tribunales, pero su capacidad real de influir se reduce de manera considerable.
La oposición queda arrinconada y las instituciones se llenan de perfiles afines al gobierno. Las elecciones siguen existiendo, pero pierden su función principal: garantizar una competencia justa y la posibilidad real de alternancia. La fachada se mantiene, pero el contenido se vacía. Hasta aquí las referencias a Przeworski.
Ahora bien, ¿qué hacer? Aunque no existe una solución única ni inmediata, sí hay un punto de partida indispensable: una ciudadanía más presente y más participativa.
Entendiendo lo que significa participar. Participar no se reduce solo a votar; participar implica involucrarse de manera cotidiana. Significa escribir a las autoridades para exigir información, acudir a reuniones, participar en organizaciones comunitarias, defender espacios públicos, vigilar el trabajo de representantes, involucrarse en debates, cuestionar, opinar y hacerse escuchar.
También implica aprovechar los espacios digitales: denunciar abusos, compartir información verificada, exigir transparencia, dialogar con respeto y construir comunidades que no dependan de un solo liderazgo.
Nada de esto, por sí solo, resolverá la crisis democrática. Pero son pasos concretos que fortalecen nuestro régimen democrático y reducen la posibilidad de que el poder se concentre sin control.
Sidney Verba (otro notable politólogo) lo planteó con claridad: en una democracia saludable, la voz de la ciudadanía debe ser clara y fuerte. Clara, para que quienes gobiernan entiendan qué exigimos; y fuerte, para que no puedan ignorarlo.
Si queremos evitar el punto de no retorno, tenemos que ocupar el espacio público con convicción. La democracia no se sostiene sola: necesita ciudadanas y ciudadanos que la sostengan todos los días.







