A orillas del Río Bravo, Jennifer Meriño de 39 años, sostiene una bandera venezolana y posa sonriendo para la cámara.
Relata que tiene menos de una semana de haber llegado a Ciudad Juárez, pero desde que salió de su país, ya pasaron más de dos meses.
Ella forma parte del grupo de mil 300 migrantes venezolanos que se encuentran acampando en la zona de la línea divisoria entre Ciudad Juárez y El Paso, ciudades divididas solo por lo que antes fuera el caudaloso Río Bravo.
“De la Ciudad de México para acá nos venimos en tren. Hemos durado días sin comer nada, si podemos tomamos agua. El tren se paró en Zacatecas, ahí la gente de los comercios nos ayudó mucho”, cuenta.
También platica que se encontraba en San Pedro, Oaxaca cuando recibió la noticia de que ya no podría ingresar a Estados Unidos.
Sin embargo, considera que ya había llegado tan lejos y que no iba a renunciar fácilmente a su deseo de cruzar la frontera hacia Estados Unidos.
“Pedirle a Dios que le toque el corazón a esta gente, que no vamos a causar molestias. Tenemos gente que nos recibirá: familia, amigos. No seremos una carga para el Estado, queremos ir a trabajar”, expresa.
Mientras habla, a sus espaldas ondean las banderas mexicanas y venezolanas, y frente a ella, una camioneta llega con comida, por lo que es rápidamente interceptada por las demás personas del campamento.
Juan, uno de los acompañantes de Jennifer, menciona que tienen hambre, pero que no les gusta amontonarse con las demás personas que estás esperando alimento y prefieren esperar.

En este sitio, pese a las inclemencias del tiempo, alrededor de mil 300 migrantes mantienen un campamento al aire libre.
Se encuentran en el límite de la frontera; han usado carpas, madera vieja que les había sido donada como leña, sábanas y cobijas para improvisar sus casas de campaña.
Se reúsan a ingresar a los albergues
“Nos están utilizando para otras cosas, para obtener beneficios, con muchas normativas”, dice Jennifer.
Entre la desconfianza y la incomodidad de permanecer al aire libre, autoridades de distintos niveles de gobiernos han hecho esfuerzos por convencerlos para retirarse, pero incluso algunos que ya estaban en albergues, se han salido para ir al campamento.

“Nosotros no nos queremos quedar aquí. Si así fuera, ya hubiéramos buscado un departamento o trabajo. Es muy bonito México y nos han tratado bien, pero tenemos nuestro plan”, agrega la mujer.
Al respecto, el director de Derechos Humanos de Municipio, Santiago González Reyes, refiere que actualmente el albergue Kiki Romero cuenta con espacio para 130 personas.
“La gente, tal vez por falta de información, sigue llegando a estos espacios sin seguridad, servicios ni infraestructura sanitaria y se ponen en riesgo”, dice.

En este espacio, los más vulnerables son niños, niñas y adolescentes, quienes están a expensas del descenso de las temperaturas, lo cual es propio de la temporada.
Respecto a esto, señala que tal vez la Procuraduría de la Defensa del Menor tendría que intervenir, debido a que se está poniendo en riesgo la integridad de los menores de edad al permanecer a la intemperie.

La mañana del viernes, el delegado de bienestar Juan Carlos Loera De la Rosa, dio a conocer que el tema fue mencionado durante la reunión extraordinaria del Consejo Estatal de Protección y Atención a Migrantes (Coespam).
En ésta se acordaron varios puntos, entre ellos, mantener las brigadas para intentar convencerles de resguardarse en el albergue federal Leona Vicario, en el Kiki Romero o en cualquier otro privado que pertenece a la red.
“Hacer toda la gestión necesaria para que no estén ahí. Hay un riesgo a su salud, a la salud de los niños y en general son condiciones muy precarias en las que están acampando”, concluye.