Semanas hace que las tolvaneras no cesan. Semanas que el silbido del viento lleva y trae desazones y anima pesadillas. Las ráfagas continuas azotando los escasos árboles de Lila, torturándolos a cada golpe, los obligan a inclinarse.
El fino polvo que levantan y avientan para cubrir todo, inspira pensamientos de soledad, olvido y abandono. Las plantas rodadoras que corretean por el Valle de Juárez, semejan extrañas criaturas de color pajizo huyendo de algo terrible. A veces saltan las bolas greñudas con los coletazos del aire, como asustadas.
También ellas van y vienen, o giran y se elevan a merced de los remolinos. A lo lejos, la figura de los cerros se desdibuja con la polvareda. El color del cielo, ultrajado, muestra la pérdida de su azul
convertido a pardo. Las casas están solas, sus habitantes, huidos.
No hay sonido más inquietante que el golpeteo de sus puertas y ventanas. Por eso extraña que en esa casa lejos de las demás, frente a un camino de tierra, Isaura, una mujer de pelo entrecano y expresión de tormento, esté sentada delante de la puerta en un destartalado columpio de jardín, recibiendo las bofetadas del viento sin que parezca importarle. La ventolera, a golpes intermitentes, lo mece y hace chirriar los goznes con un sonido que recuerda un sueño de pesadilla. Del interior de la casa, sale una melodía:
Te vas ángel mío ya vas a partir, dejando mi alma herida y un corazón a sufrir. Te vas y me dejas un inmenso dolor, recuerdo inolvidable me ha quedado de tu amor (1)
(1) Cornelio Reyna, Te vas ángel mío
Se pone de pie de vez en cuando al aminorar la fuerza del ventarrón para mirar hacia un extremo del camino, como si esperara a alguien. Mientras los últimos rayos solares se esfuerzan por abrirse paso a través de la cortina de partículas de arena, divisa la figura de una mujer que se
acerca protegiendo sus ojos con una mano.
—Buenas tardes. ¡Vaya terregal!, ¿verdad? Traigo tierra hasta en las orejas. Híjole, tengo
la boca seca. ¿Me puede dar un vaso de agua, por favor?
—¿Qué anda haciendo por acá, con este clima?
—Lo que muchos: huyo de la guerra —responde la sedienta.
En la cocina, bebe de un largo trago el agua que Isaura le ofrece. Algunas gotas escurren por sus comisuras. Mira a su alrededor y observa la espesa capa de polvo sobre los muebles y trastos en desorden. Le extraña el abandono y de alguna forma que no comprende, se siente cercana a Isaura.
—Siéntese un rato conmigo allá afuera, acompáñeme, ándele. Ya no tardan en pasar, en cuanto caiga la tarde.
—Está bien, gracias. Así descanso un poco. Oiga, qué canción más triste. Y con este clima, como que se siente una peor, ¿no?
Las dos se sientan en el columpio. Resoplidos calientes como salidos del infierno las golpean, parecen forzarlas a irse de allí.
—Es que esa canción me recuerda tanto a m’ija Yolanda. Se la llevaron, fíjese. Apenas tenía diecisiete. Mire, ésta es su foto. La traigo siempre conmigo.
—¡Qué joven! y tan bonita. Es una pena. ¿Quiénes dice que van a pasar? Si ya mero oscurece.
—Los que vienen de la guerra. A lo mejor me dan razón de Yolanda. ¡Allá vienen, mire!
Por el camino, cientos de hombres y mujeres avanzan con pasos torpes en la misma dirección. La mirada, errante, pero fija en el extremo opuesto del sendero, empecinada en llegar a alguna parte. Sin hablar entre ellos. Sus ropas raídas y llenas de tierra. Muchos van descalzos.
Su marcha es una procesión de silentes en dirección a algún santuario o refugio. Isaura toma la foto enmarcada de su hija y corre hacia los transeúntes. La muestra a unos y a otros como quien tiende una mano para pedir limosna, pero lo que ella pide es que miren la imagen sonriente de una quinceañera vestida de blanco.
—¿Han visto a mi hija? Mírenla bien, por favor. Se la llevaron.
Un hombre joven detiene un momento su torpe andar para ver, con aire ausente y desinterés, la foto.
—No, no la he visto. Hay tantas que vi caer en esta guerra. Aquello es un infierno. No tiene caso que la busques.
No dice más. El caminante sigue arrastrando sus pasos. Al ver un grupo de mujeres jóvenes de pelo largo, Isaura se apresura a abordarlas. Sus cabelleras revueltas por el vendaval cubren sus caras y se les enmaraña, como si el viento, que no amaina, se las quisiera arrancar.
Tienen la edad aproximada de Yolanda. La madre está llena de angustia. Las mira con avidez para ver si reconoce a su hija. Se acerca a ellas, las jala de la ropa para llamar su atención. La otra mujer observa la escena desde el columpio. La canción ahora se escucha más fuerte.
Pero ay cuando vuelvas no me hallarás aquí irás a mi tumba y allí rezarás por mí verás unas letras escritas ahí con el nombre y la fecha y el día en que fallecí.
—¡Niña, niña! Por favor, mira, esta es la foto de mi hija. Se llama Yolanda. Me la quitaron los de la guerra. ¡Dime por tu madre si la has visto!
—No la conozco, señora. A mí también me llevaron a la fuerza. Mi pobre madre ha de andar como usted, buscándome en todas partes. —Contestó una muchacha delgada, de tez pálida.
—No se preocupe —dijo otra, sin pausar su lento caminar y sin mirarla—, todos los que venimos de la guerra nos encontraremos al final de este sendero. A lo mejor ya llegó. ¿Por qué no la busca allá, a donde vamos todos?
La otra mujer se levanta y se acerca a Isaura para convencerla de que se aparte del camino. El desconsuelo hace sollozar a Isaura al ritmo de los ramalazos que azotan la puerta. Su nueva amiga la lleva de nuevo al columpio mientras los peregrinos siguen pasando.
—Venga, siéntese, cálmese un poco. Ya oscurece, pero desde aquí podrá verla si está entre ellos. Aunque aquí es difícil distinguir el día de la noche, dice con ceño de extrañeza mirando al cielo enrarecido
—Si quiere, me quedo con usted un poco más. ¿Por qué no se va de
aquí? Su casa está en ruinas, todos se han ido del Valle.
—¡No, no, ni pensarlo! Imagínese que regresa y no me encuentre. ¿Qué será de ella? Tal vez alguno me diga lo que pasó. Alguien tiene que saber quién la tiene, si los uniformados, los trajeados, o los otros, sus dizque enemigos: los de los cárteles. Ellos son los que destruyeron este
lugar.
—Todos ellos son nuestros enemigos.
—Oiga, qué cabeza la mía…ni su nombre le he preguntado, ¿cómo se llama, mujer? Yo soy Isaura. —Observó sus ojos grises. La ropa, desgarrada.
—Josefina Chávez. Soy activista. Yo también busco a las desaparecidas del Valle de Juárez. Algo me dice que debo irme con ellos, para buscarlas allá donde se alcanza a ver que se difuminan.
—Señaló a lo lejos las figuras borrosas por la tormenta del desierto.
—¿Pero, a dónde van? ¿Qué es lo que buscan? No lo entiendo.
—Por eso debemos ir, para encontrar lo que buscamos. Es posible que allá no haya guerra. ¿No puede bajar el volumen? Lo tiene muy alto. ¡Qué letra más triste!
Pero ay cuando vuelvas no me hallaras aquí irás a mi tumba y allí rezarás por mí.
—Es para no escuchar los pasos de toda esta gente. Me vuelven loca. ¡Son tantos! Además, si Yolanda la escucha, vendrá para acá. Lo sé.
Isaura perdió el rumbo de la conversación cuando un hombre se acercó a pedir agua. Era un conocido.
—¡Pero si es…Arturo! El dueño de la farmacia. Él me ayudó a buscar a Yolanda. Josefina, por favor, tráigale un vaso de agua, se ve tan cansado. —Corre a abrazarlo. —¡Qué alegría me da verte! Desde que te secuestraron no pude dejar de pensar en ti, ¡me tenías tan preocupada! Te liberaron. ¡Gracias a Dios!
—Ahora eso ya no importa, Isaura. Ven conmigo. Debemos avanzar hasta el final de la senda. No hay otro lugar al cuál ir.
Josefina llega con el vaso de agua y el hombre sacia su sed. Ansioso de regresar al camino, se despide.
—Tengo que irme, Isaura. Gracias por el agua. No tardes mucho, tú también deberías acompañarme.
—No puedo, Arturo. A lo mejor Yolanda regresa aquí, a su casa, con su madre.
El hombre se aleja, presuroso para incorporarse a la columna de peregrinos. Las mujeres vuelven al lugar desde donde contemplan a los hombres y mujeres de la procesión.
—¿Qué estará haciendo el que se llevó a mi hija? ¿La habrá matado? Él, o los otros? ¿Estará con su familia, como si nada pasara?
—¿Lo conoce?
—Sí, cómo no. Era del barrio, trabajaba para un cártel. Lo vieron que se llevó a Yolanda. Por eso conseguí una pistola. Para darle un tiro el día que me lo encuentre.
Como si lo hubiera invocado, de entre los peregrinos cree reconocer a alguien. Isaura abre más los ojos y estira el cuello para ver mejor entre las nubes de polvo. Corre hacia la casa y saca una pistola. Se abalanza hacia él descompuesta por la ira. Solo hay suficiente claridad para distinguir el avance de las siluetas arrastrando los pies, cabizbajos. Lucen como los perdedores de las guerras. No los soldados, sino los expulsados, los sin hogar, después de un bombardeo incesante y cruel.
—¡Allá va! ¡Ese es, Josefina! El que subió a Yolanda a una camioneta. ¡Detente, cabrón! Sin esperar respuesta, le da un balazo en el pecho, a corta distancia. Él ni se inmuta, no la mira, no cae, sigue. El fogonazo del tiro le ilumina la cara un instante. Tiene un agujero negro en la sien y un ojo casi salido de su cuenca. La camisa manchada de sangre. Isaura da un grito de horror. Las dos mujeres se miran llenas de espanto. Se dan cuenta de que también él, como Arturo, son seres sin sombra. Si pudiera darles la luz del sol, los caminantes serían todos ascios, aun si no fuera mediodía. Ambas retroceden, mudas, tienen ese semblante de incredulidad repentina que las hace cubrirse la boca abierta con la mano.
—¡No es posible, Dios mío! Josefina, ¿está….?
—Sí, Isaura.
Antes de que pudieran reponerse del impacto de la revelación, una chica se desprende del grupo y se precipita a abrazar a Isaura. Por debajo de su aspecto cadavérico y triste, se adivinan los rasgos de una linda muchacha. Las lágrimas de la madre son de alegría. Sus besos son los
que inspiran la añoranza y el reencuentro: llenos de amor y de alivio.
—¡Mamá, mamá!
—¡Yolanda!, hija mía. Mi corazón me decía que regresarías, que te iba encontrar tarde o temprano.
—Escuché la canción. Por eso vine. Para llevarte conmigo. Ya es tarde, mamita, debemos marcharnos.
—Pero entonces estás… estamos… ¿muertas?
—Sí, madre. Tuviste un infarto después de que desaparecí. ¿No lo recuerdas? Pero ahora, al fin estamos juntas. Vamos, allá al final del camino está la paz. Usted también, Josefina. Venga con nosotras. A usted la mataron por protestar, por exigir que me encontraran a mí y a las
otras, por denunciar al ejército. Lo supe al leer el periódico en mi cautiverio, antes de que me arrebataran la vida.
—Por eso sentía que debía irme con ellos, con los peregrinos. ¿Quién va a detener la guerra? ¿A evitar que otros sigan muriendo? ¿A buscar a las muchachas? ¿A cuidar a los huérfanos?
—Otros y otras como usted, Josefina. Vamos, sigamos a los caminantes, marchemos hacia allá.
El viento amainó de pronto. El polvo se asentó en los caminos y las rodadoras dejaron de huir y se quedaron quietas. Todo quedó en silencio después de que los últimos acordes lastimeros de los violines se escucharan. Al final, la oscuridad cubrió el Valle de Juárez.
Te vas ángel mío ya vas a partir dejando mi alma herida y un corazón a sufrir. Te vas y me dejas un inmenso dolor recuerdo inolvidable me ha quedado de tu amor.
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