La bicicleta es tal vez uno de los inventos de la modernidad de mayor trascendencia para los seres humanos. En sus orígenes está la necesidad de trasladarse, pero también de jugar, explorar y perderse. Esta doble carta de naturaleza ha abierto tantos caminos como personas en el mundo.
Hacia fines del siglo XVIII, cuando la máquina de vapor y el “capitalismo carbonífero” —como lo llamó el historiador Lewis Mumford— auguraban el futuro de las sociedades industriales en términos de nuevas formas de control de la vida humana con fines productivos; en esa época en la que el tren y el trabajo en la fábrica pautaron otra relación con el tiempo, los inventores comenzaron a idear alternativas de traslado para sustituir a los caballos y carruajes.
Una de estas soluciones fue el prototipo que el alemán Karl Von Drais presentó en 1817: la laufmaschine, o máquina de correr, que consistía en dos ruedas alineadas por un caballete y un asiento al centro, sobre el que el jinete podía eficientar su zancada al correr.
En la querella por la nacionalidad de la bicicleta, hay dos historias más sobre su posible origen: la de que Leonardo da Vinci realizó el bosquejo de la bicicleta aproximadamente en 1493, quedando resguardado en el Códex Atlanticus; y la segunda, que un excéntrico barón francés de nombre Comte de Sivrac, diseñó el celerífero en 1790 —una suerte de caballo de madera con dos ruedas alineadas— con la única finalidad de divertirse y llamar la atención durante sus paseos por los Bosques de Bolonia en París. Al símbolo de progreso, aportado por Drais, se añade el misterio renacentista de Leonardo y el ludismo de un conde travieso.
Sin embargo, estas últimas dos historias han sido desmentidas por investigadores, aduciendo que el bosquejo de Leonardo pudo deberse a la intervención de un monje basilio cuando el Códex se restauró entre 1968 y 1972; y que el conde francés realmente nunca existió.
A las claras, los amantes de las bicicletas sabemos bien que los mitos alrededor de los posibles orígenes de la cleta forman parte de su espíritu indócil y versátil: durante 207 años nos ha permitido soñar, crear, explorar, trabajar, ejercitarnos, jugar, vivir, imaginar…
La “máquina andante” ha fascinado por generaciones, tanto por su eficacia para la movilidad, como por su naturaleza plástica al servicio de las dimensiones humanas. Se trata, en este sentido, de una herramienta que no se sobrepone a la persona, a diferencia de lo que ocurre con el automóvil, el tren o las máquinas de las fábricas, diseñadas para la explotación del individuo, además de que dependen de energía producida a partir de lógicas extractivistas.
Cuando se logró el modelo de la safety bycicle en 1885, atribuida al inglés John Kemp Starley —quien le introdujo frenos, neumáticos de aire y cadena de tracción trasera—, comenzó la era de fabricación de la bicicleta.
Así, frente a la domesticación masculina sustentada en la productividad, o la femenina en los cuidados y tareas del hogar, el individuo pudo experimentar otras formas de libertad y reconocimiento de sí mismo al no tener que depender del caballo o el tren, al poder abrir caminos a su antojo y vagar sin restricciones.
Aunque en un inicio, el velocípedo sólo fue asequible para una élite, pronto se abarató y comenzó a ser de uso masivo, especialmente entre las mujeres y la clase trabajadora. No se puede obviar el hecho de que la bicicleta ha sido un símbolo clave para encauzar la emancipación femenina y los movimientos feministas desde el siglo XIX; también ha sido una cómplice histórica para el obrero.
También, desde fines del siglo XIX, los cicloviajes marcaron una nueva forma de exploración del mundo que hasta entonces había concedido el barco. Una de las historias más impresionantes es la de Annie Cohen Kopchovsky, mejor conocida como Annie Londonderry, mujer migrante y librepensadora avecindada en Boston que dejó al marido y a los hijos para darle la vuelta al mundo sobre una bicicleta Columbia. Sufragó el viaje remitiendo sus historias a la prensa. Londonderry era la marca de la gaseosa que le patrocinó la hazaña.

FUENTE: Wikimedia Commons
Con frecuencia se asocia a la bicicleta con la experiencia de ser libres; noción que puede interpretarse desde distintos ángulos. Antes que nada, el cuerpo es el primero en percibir el movimiento: sobre el ciclo los sentidos se agudizan, al tiempo que el cuerpo se pone a prueba, en fuerza y destreza.
En segundo lugar, el conocimiento del mundo en movimiento profundiza la búsqueda del sí, la relación con lo otro y los otros, lo que hace del viaje algo simbólico: traspasa aquellos recodos del yo antes desconocidos.
De igual forma, pedalear aparta al sujeto de la compleja cadena productiva basada en energías fósiles que ha entronizado al automóvil en las ciudades e impuesto un modelo de civilización que promete hipervelocidad.
Pero la libertad también está relacionada con aquellos impulsos de vida que han sido sofocados por el sedentarismo citadino y los mecanismos de vigilancia inherentes a las relaciones de producción en el sistema capitalista.
Quien pedalea, curiosea; traza caminos relativamente fuera de los dispositivos de control. Por eso la cleta es próxima al Eros, esto es, al anhelo de goce y errancia primitivos que perviven en el inconsciente colectivo, que alimentan la imaginación y las experiencias epifánicas.

Si analizamos este artilugio a la luz del mito prometeico asociado a la capacidad inventiva en términos civilizatorios, la bicicleta no comulga con otras que son más representativas del modelo industrial de producción de energía, las más de las veces mistificadas por las narrativas del progreso.
Lo cierto es que cuanto más rápido se ofrece un producto, se requiere más espacio, más explotación de recursos y trabajadores para generar suficiente energía en pos de conceder la magia Amazon.
Como advierte Iván Illich, sólo a la velocidad de las bicicletas es posible pensar en formas de organización social más igualitarias y menos depredadoras.
Bien dice David Le Breton que el mundo hecho a la medida del cuerpo humano es un mundo donde el tiempo es transparente porque transcurre en sintonía con nuestros pasos.
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