Por Athal Wolfe / Circuito Frontera
El cisne negro[1] de Darren Aronofsky muestra al personaje de Nina, reflejada no solo en espejos sucios o pulcros, en ocasiones, observamos su imagen en cualquier superficie, sin que ella se esté contemplando. La vemos mirándose recordando el complejo de Narciso, como si Nina quisiese atrapar a esa Nina inalcanzable, idealizada y perfecta que al mismo tiempo se desprende de ella poco a poco cuando en ciertas escenas su mirada no corresponde con la suya o cuando en los ensayos de ballet para la puesta en escena de El lago de los cisnes.
Los movimientos de su cuerpo reflejado en el espejo no responden a los suyos, de hecho se podría pensar desde la psicología que Nina está perdiendo la razón pero si nos ubicamos en una postura más profunda, nos damos cuenta que Nina está sufriendo una metamorfosis de su cuerpo y de su pisque ya que la fuerza de su deseo por ser perfecta atraviesa y mutila su ser abriendo llagas en su espalda, desprendiendo las uñas de sus dedos, erizando su piel al materializar su obsesión en la escena donde al verse en el espejo de su habitación, surgen plumas negras de su espalda.
Ahí es donde la pasión y el deseo por convertirse en la reina cisne llegan a su clímax pero es tanta su obsesión que ésta se desborda y estalla desgarrando su carne y su espíritu ya que el espejo que al inicio se mostraba firme y sólido termina convirtiéndose en un espejo viviente o como Gaston Bachelard menciona en el capítulo titulado “Aguas claras, aguas primaverales” en El agua y los sueños, el “espejo de las aguas”[2] donde nuestra imagen se desdobla y a diferencia del espejo sólido, nuestro reflejo en el agua encuentra su verdadera identidad natural porque “Ante las aguas, Narciso tiene la revelación de su identidad y de su dualidad, la revelación de sus dobles poderes viriles y femeninos, sobre todo la revelación de su realidad y de su idealidad.” [3]
Una revelación que para Nina se le muestra en delirios en apariencia neuróticos pero que esconden el despertar de su ser sublime, de ahí que el reflejo que ve atrapado al inicio del filme, se manifiesta fuera del espejo en el momento en que enfrenta a su mayor deseo que es convertirse en el cisne negro que derrocha sensualidad.
En pocas palabras Nina por fin se acepta tal cual es al abandonar su ser inocente para transitar al de su reflejo que es su ser dinámico, que se enlaza con el narcisismo idealizante que propone Bachelard al mencionar que “el narcisismo no siempre es neurotizante. También desempeña un papel positivo en la obra estética… La sublimación no siempre es la negación del deseo; no siempre se presenta como una sublimación contra instintos. Puede ser una sublimación por un ideal. Entonces Narciso dice: “Me amo tal cual soy”, dice: “Soy tal cual me amo.”
Por tanto Nina se desprende de su ser material de carne y al romper el espejo frío y sólido que reprimía sus impulsos sale a la superficie el ser ideal del mundo onírico que vemos en el primer plano de la película cuando Nina se sueña transformándose en la reina cisne sobre una superficie de agua y que en el clímax de la película se torna en el éxtasis dancístico con la coda de Odile donde sus brazos, su torso y sus piernas se pintan de negro al compás de la música abrazando su ser idealizante al igual que Narciso que “va a la fuente secreta, al fondo de los bosques. Tan solo ahí se siente naturalmente duplicado; tiende los brazos, hunde las manos en su propia imagen, le habla a su propia voz”[4]
[1] Darren Aronofsky, Black Swan, Protozoa Pictures, Estados Unidos, 2010.
[2] Gaston Bachelard, El agua y los sueños, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 39.
[3] Ibid. p 42.
[4] Ibid. p 42.
Aquí te dejamos un fragmento de la película con música del “Lago de los Cisnes” de Pyotr Ilyich Tchaikovsky