La luz danzante de los cirios, emite unos destellos al reflejarse en la paloma de porcelana blanca colgada de la pared.
Pared que también alberga, en otro clavo más
bajo, la figura de un Cristo.
Cristo que mantiene sus brazos extendidos, en claro gesto de recibimiento de quien se encuentre acostado a sus pies.
Pies colgantes de cerámica que rozan las margaritas más altas de la gran corona, repleta de flores.
Flores blancas, robándose las miradas de los
asistentes.
Asistentes que presencian, con morbo e incredulidad, el doloroso proceso de mi expulsión.
Expulsión que no estoy dispuesto a aceptar y mis manos, aferrándose a los bordes, pueden presumir esa negación.
Negación a soltarme, con párpados cerrados
bien apretados, pero incapaces de contener la filtración de la luz.
Luz atemorizante.
Atemorizante, quizás, no sea el mejor modo
de describirla, pero luz es allá afuera.
Afuera no es aquí y yo no quiero ir allá, yo
quiero seguir aquí.
Aquí, donde existe el mejor clima en cualquier época, donde nunca falta alimento, ni televisor o internet; donde abunda la comodidad y escasea la responsabilidad. Responsabilidad que se limita a la tarea de vivir lo más amenamente posible, sin sufrimientos ni esfuerzos.
Esfuerzos que ahora hago en vano para salvar
la destrucción.
Destrucción inevitable de mi nido, mi bolsa,
mi hogar.
Hogar que, hace apenas unos meses, parecía que no se derrumbaría nunca, hasta ahora. Ahora me expulsa y no me permite morir dentro de él, aunque yo preferiría jugármela entre sus pilares y techos colapsados.
Colapsados, como alguna vez se colapsaron
mis experiencias fuera de la bolsa y no quiero
recordar.
Recordar mis días fuera de la bolsa me revuelve el estómago y me entra un nervio, con temblorina y todo.
Todo lo que no quiero recordar ahora viene a
mí, por haberlo mencionado; viene vívido y punzante.
Punzante fue el zumbido en mi cabeza aquel
día.
Día de finales de invierno, dentro del aula dónde yo solo defendía mi gordura de las duras burlas de mis compañeritos. Yo no tenía la culpa de que ellos no recibieran un amor tan profundo como el que mi madre me profesaba a mí; un amor permisivo sin límites y lleno de cuanto antojo culinario tuviera. Pero a ellos no les importaba; su envidia, nacida de no contar en su vida con un amor tan férreo como el de mi madre, los impulsaba a ponerme en el centro de sus comentarios hirientes. Yo solo quería explicarles que yo no tenía la culpa, pero era como agregar gasolina al fuego de la exaltación colectiva. Todo acabó, cuando alguno de ellos me lanzó encima el cajón de madera donde la Miss guardaba los legos.
Legos pateados por mi madre, al entrar colérica, a gritonearle a la Miss, después a los directivos y por último, a los papás de los niños abusivos. Más tarde sentí sus dedos entrelazándose con mi cabello, mientras me arrellanaba en su regazo para comerme el helado que me había ganado por soportar tan traumática experiencia. El resto de la semana no fui a clases, pude dormir hasta tarde. Pero al lunes siguiente entré en un kínder nuevo, mamá no permitiría que regresara a esa escuela de bestias. Aunque el dolor punzante persistió varios días en mi cabeza.
**Este texto se publica como una colaboración con la revista literaria delatripa, una revista hecha en México dedicada al cuento, minificción y ensayo**