Escrito y narrado por Norma Montoya
PENITENCIA
Un día como cualquier otro en el Paraíso, estaba Eva muy aburrida, cuando de repente escuchó una voz un poco aguda y distante. Parecía venir de entre sus piernas. Se sentó, inclinó la cabeza y puso atención al pequeño lamento que salía de su sexo.
-¡Estoy hasta el culo que no presten atención! Soy tu vagina, Eva: y reclamo con todas mis fuerzas la necesidad de un masaje con tus dedos. Sé que al Adán le da miedo tocar. Con eso de que es muy obediente el hijo de su creador padre, ¡qué chingados van a saber de nosotras!
Eva enderezó la cabeza de prisa, sintió por primera vez que todo su cuerpo se coordinada para darle un mensaje profundo, llegador, lleno de sentido y… placer. Miró hacia ambos lados del Paraíso y decidió ir debajo del árbol sagrado, pues sabía que Adán no se acercaba a ese lugar. Se sentó bajo la sombra de las ramas, abrió de nuevo las piernas e inclinó su cabeza, pero esta vez, para escuchar mejor, decidió abrir un poco más los labios con sus dedos índice y cordial.
-¡Me he pasado toda la maldita eternidad sin ser vista si quiera, si no te grito no sabes que existo pinche, Eva! ¿Qué pedo contigo? ¿Alguna vez pensaste en mí o por lo menos imaginaste que existía? Adán trae sus bultos inertes de fuera, parecen pedazos mal puestos de carne, ¿nunca te dio curiosidad por saber si tú tenías algo parecido pero por dentro? Y eso que desde que salimos del horno me he dedicado a darte señales de vida… mira que esas picazones no fueron fáciles de lograr, ¡y ni así te animaste a meterte algo! Hay momentos en los que me siento sola, sin propósito, sin algo que me complemente… y allí andas tú, perdiendo el tiempo hablando del clima, las flores y los duraznos. Mira tus senos, casi secos por falta de caricias, tus piernas casi dormidas por ausencia de araños, ¡y las nalgas! Esas pobres casi se te caen por ignorar que necesitan cierta dosis de palmaditas… ¿Cuál crees que es nuestro propósito?
Consternada, Eva se incorporó para reflexionar sobre aquellas palabras. Recordó las punzadas, las cosquillas, el hormigueo, la piel erizada… Recordó su ser, el motivo por el que fue creada. Se recostó en el pasto, abrió y cerró sus piernas un par de veces hasta que se animó a tocar, lenta, suave y gentilmente. Pasó sus dedos por su rostro, luego por sus labios, por su cuello, al llegar a sus senos, buscó los pezones escondidos, los jaló lenta y tiernamente, le gustó tanto que los jaló con más fuerza y de nuevo con más fuerza hasta que se pusieron rojizos y duros.
Bajó una de sus manos sobre su vientre mientras que la otra apretaba el seno, jalando de vez en vez el pezón. Una voz le decía: “hazlo, hazlo…”, la mano que acariciaba su vientre tocó su pubis, con cuidado tocó su clítoris, con la punta del índice dibujó círculos a su derredor, sintiendo como su piel cambiaba de textura y temperatura. De pronto, sintió un ligero estallido y líquido saliendo de su sexo. Sin miedo ni pena y con muchas ganas, sobó la entrada de la vagina, después, introdujo el cordial con suavidad, pues quería sentir cada centímetro de piel, reconocer la humedad y el cosquilleo que llenaba su cuerpo de un líquido placentero. Al rato de unos minutos, introdujo un segundo dedo. Metió el índice y el cordial, dejando que el pulgar jugara con el clítoris que no deja de ponerse duro de placer.
Entre más se acariciaba más gritaba, fue tal el orgasmo que una serpiente curiosa se acercó al árbol. Al ver la escena y oír los gemidos, mordió una manzana en un arrebato de placer ajeno. Creyendo que Eva estaba en problemas, Adán llegó al árbol, la rastrera se asustó y huyo dejando caer el fruto prohibido. Eva se incorporó con las piernas temblorosas y jadeante se acercó a Adán y con sus manos húmedas de placer, le acarició el rostro mientras él sostenía la manzana en su mano. Eva le dijo que había experimentado algo hermoso, maravilloso, que él también debía conocer.
Cuando se disponía a enseñarle a Adán cómo era su cuerpo y lo que podía hacer. El cielo se tornó rojo, soplaron los vientos con fuerza y Dios bajó al Paraíso reclamando el fruto que estaba en la mano de Adán. Éste, sin saber que decir, culpó a Eva por los gritos que emitió y lo mojado que estaba el pasto. Dios, molesto, los expulsó a los dos. ¿Creían que sólo por morder una manzana se les había desterrado? Eva supo que tenía que valer la pena el día que fuera exiliada, y sí que valió la pena…fue el principio de las corridas de su vida.