Hace exactamente diez años, el 26 de septiembre de 2014, el Estado Mexicano, en complicidad con el crimen organizado, desaparecía a 43 estudiantes de la escuela normal Isidro Burgos en Ayotzinapa, Guerrero.
Este trágico suceso dejó una marca imborrable en la memoria colectiva del país, pero también en un llamado a la acción.
El fotógrafo juarense Francisco Servin recuerda cómo, tras enterarse de lo sucedido, decidió documentar una marcha masiva en silencio en Ciudad Juárez.
“A unos días de eso, me regresé a la Ciudad de México y, estando ahí, le hablé a unas amigas periodistas que se encontraban en el lugar. Les pedí ayuda para llegar, me cuestionaron por qué quería ir. Contesté mis convicciones personales, y me dijeron que iban a hablar con el consejo de padres”, relató.
“Les conté que sentía la necesidad de apoyar con mi ojo, quería apoyar a los padres y acompañarlos en el duelo. Recordaba a mi madre y sus miedos de que me pasara algo lejos de casa.
Pensé en mis amigos periodistas, Melissa del Pozo, Raúl Linares, Vania Pigneut, Samuel Adams y muchos otros más de mi familia Spleen Journal. Pensaba en que, si me pasaba algo, ellos me buscarían y acompañarían a mi madre. Así que sentí una responsabilidad para estar con las mamás de los jovenes”, dijo.
Pasaron unos días sin noticias, hasta que recibió una llamada inesperada. “¿Sigues interesado en ir?”, le preguntaron. Su respuesta fue un rotundo “sí”. Así comenzó su travesía.
“Tu camión sale a las 5, en la central de Taxqueña. ¿Cómo vas vestido?”, le indicaron. Francisco, sin dudar, preparó su morral de viaje, dejó atrás todo lo que tenía pendiente y se dirigió a la central.
Al llegar, una figura se acercó a él. “-Pako, soy Miguel. Sígueme.” Le entregó un pasaje y le pidió que abordara el autobús sin hablar hasta llegar a su destino.
El viaje hacia Guerrero: una tensión palpable
Al llegar, el cielo había llorado; la lluvia caía mientras Francisco y otros pasajeros salían de la terminal en un silencio que evocaba el sordo lamento de Ciudad Juárez en 2008.
“Miguel agarró un taxi y abordamos. Después de un tiempo subiendo una montaña, al dar una curva, Miguel le dice al taxista que se hiciera alto. Me dijo que me bajara. El miedo y la incertidumbre abordó mi pensamiento, pero tenía que confiar en la fuente de mi amiga”, recordó.
Una vez en la montaña, se despidieron. “El taxi se fue con Miguel, solo vi las luces rojas como desaparecían con la siguiente curva del camino; me quedé solo con la luz de la luna, viendo las estrellas como posibilidades de que algo pasara para mal”, narró Francisco.
Después de un tiempo en soledad, otra persona emergió de los arbustos.
“No recuerdo su nombre, solo que me dijo que lo siguiera. Y así lo hice. Caminamos por horas por la vegetación de la montaña en silencio. De repente, al atravesar unas ramas, pude ver la escuela con sus murales. Habíamos llegado”, relató.
Al llegar a la escuela aquella noche, le dieron café y lo guiaron a un cuarto para descanzar. Ahí era el cuarto de los jóvenes.
“Me habían compartido una de sus camas (…) Estar ahí acostado un rato pensando en cama de quién estaba, pensando en dónde estaba, en su madre y en ese sentir de incertidumbre que sentía personal de una manera que ya no sé cómo narrar”, señaló.
En su travesía, Francisco acompañó a las familias y activistas por dos semanas, recorriendo Ayotzinapa, Cócula, Tierra Caliente, Tierra Colorada y Tlalpa.
Cada paso en ese viaje significó un esfuerzo por honrar la memoria de los 43 desaparecidos y visibilizar la lucha de sus familias, un recordatorio de que, a pesar de la distancia y el tiempo, la búsqueda de justicia y verdad sigue viva.
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