Aquí, la paz la vigila el narco y el tren de Ferromex pasa como un gigante sin ley que mata y no rinde cuentas. Entre dunas, petrograbados y abandono oficial, 3 mil personas resisten con cerveza, silencio y terquedad. Crónica desde la plazuela donde aún parpadea la vida.
Samalayuca es una herida abierta en el desierto. Una franja de tierra quemada por el sol y el viento, ubicada a solo 41.5 kilómetros de Ciudad Juárez.
Aquí, donde el polvo jamás se asienta, viven cerca de 3,000 personas que han aprendido a convivir con la belleza salvaje del paisaje… y también con su crudeza.
Aunque según el Censo de 2020 eran 1,350 viviendas, el crecimiento desordenado, provocado por la venta indiscriminada de terrenos —fuera del Plan de Desarrollo Parcial Municipal—, ha hecho que hoy existan más de 2,500 viviendas.
De los 1,400 habitantes registrados hace poco más de dos décadas, hoy ya son alrededor de 3,000. Y los fines de semana, con la llegada de visitantes, la cifra se dispara: entre viernes y domingo, Samalayuca llega a alojar hasta 15 mil personas, entre turistas, paseantes y residentes temporales.
En su calle principal, la Antigua Carretera Panamericana, late el corazón social del poblado: una plazuela modesta, donde las tardes de primavera se convierten en refugio de niños, viejos, comerciantes y obreros que buscan un respiro.
No hay cafés ni restaurantes formales; el parque es el punto de reunión, la pista de baile, la cantina improvisada bajo el cielo abierto.
La escena tiene algo de entrañable: niños corriendo descalzos, hombres y mujeres bebiendo cerveza desde temprano, jóvenes jugueteando entre las bancas oxidadas. Pero también hay algo más en el aire: una tensión invisible que lo envuelve todo, como una amenaza latente.
A lo lejos, el tren de carga de Ferromex anuncia su paso con un silbido que corta la tarde como un cuchillo. Aquí, su estruendo no sorprende a nadie: el tren pasa hasta diez veces al día, arrasando con lo que encuentre en su camino.
Han muerto niños, adultos mayores, familias enteras… pero Ferromex no se detiene. Ni indemniza. Al contrario: si su tren sufre algún daño, la empresa cobra, como si la culpa fuera siempre del pueblo.
—Me tocó atender varios asuntos donde la persona que había sido arrollada por el tren fue la responsable del accidente, según ellos —dice Javier Meléndez, dos veces presidente seccional—. Y hasta la víctima fue demandada por obstrucción de vías. Ferromex se niega a poner plumas o semáforos. Y lo peor: provoca que las vibraciones del tren cuarteen las casas.
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En septiembre pasado, para colmo, trece carros tanque del tren se volcaron, cinco de ellos con químicos peligrosos. Nadie dio seguimiento serio al accidente. Otra arbitrariedad más de Ferromex, que sigue atravesando Samalayuca como un gigante ciego, sin rendir cuentas a nadie.
—Aquí el tren mata, mutila, destruye y nadie hace nada —comenta Jorge, de 26 años, mientras comparte una cerveza con una amiga en la plazuela—. Y cuando protestas, todavía se burlan.
Jorge no solo carga con el enojo de quien ha visto morir conocidos en las vías. También arrastra una historia personal marcada por la violencia. Su primo Pablo, un joven ejemplar, terminó convertido en sicario cuando la guerra entre cárteles alcanzó Samalayuca en los años más oscuros (2008-2012).
—Mi primo se volvió loco. Era muy sádico. Una vez mató a un cabrón con la puerta de su carro. ¡La pura puerta! Le reventó la cabeza. Quedó un charco de sangre enorme… —recuerda Jorge con la mirada perdida.
Pablo no duró mucho. La muerte llegó rápido para él y para su esposa. Aquí, cuando cruzas ciertas líneas, no hay redención posible.
Se une a la charla Inés, amiga de Jorge, quien antes de aceptar una cerveza mira de reojo a unos niños:
—Mira nada más… puros chamacos en pañal. Luego dicen que por qué se enferman con el frío de la noche.
La conversación se desarrolla entre tragos de cerveza, mientras una patrulla municipal pasa despacio, sin autoridad real.
Sólo hay una patrulla, un comandante, dos policías y tres comisarios, personal repartido entre los 4 ejidos en un territorio con más de 2,500 casas y miles de visitantes. Es desproporcionado.

Aquí quien de verdad manda es “La Línea”, un grupo de narcotráfico que impuso un orden alterno, una paz amarga: protección a cambio de obediencia.
Prueba de ello, cuando el gobierno estatal intentó poner cámaras de vigilancia de la Plataforma Centinela, los habitantes fueron advertidos: “Aquí nadie vigila más que nosotros. Después de las 7 de la tarde, dispararemos a esas cámaras”. Y cumplieron.
—Yo supe que sí les dieron balazos a las cámaras —confirma Meléndez—. Me lo contaron hace días. Fue algo reciente.
El miedo vive aquí, silencioso pero firme.
Mientras Jorge e Inés hablan, los buitres sobrevuelan la plaza, en círculos cada vez más bajos. Inquietante.
—Qué raro… —dice Inés, con una sonrisa nerviosa—. ¿No habrá un muertito por aquí?
Ambos ríen, pero su risa suena hueca.
Saben que no sería raro. Apenas en febrero pasado, un par de cuerpos fueron encontrados en una brecha cercana. Uno de ellos tenía señales brutales de tortura; el otro había sido mutilado. —A uno hasta le arrancaron el corazón—, dice Inés. La violencia sigue latiendo, aunque la calma la disimule.
A pesar de todo, Samalayuca lucha por no ser sólo una nota roja.
Su paisaje ofrece un espectáculo que ni el horror ha logrado apagar: los petrograbados milenarios que sus montañas guardan como tesoros, las dunas doradas que en los años ochenta sirvieron de escenario para la película Dune, de David Lynch y Conan el Destructor, donde Arnold Schwarzenegger cabalgó bajo el sol brutal del desierto.

Ese mismo desierto que ha visto migrantes morir en su intento por alcanzar el sueño americano, también ha visto nacer sueños de otro tipo: el del turismo.
Hoy, sus dunas vuelven a atraer visitantes: carreras de cuatrimotos, excursiones a petrograbados, paseos a “El Ojo de la Casa”, cabañas rústicas y modernas en medio del desierto, balnearios —ya hay más de 15, cuando antes había solo uno—, ferias locales como la de las Hortalizas en agosto y el Festival del Globo en septiembre.
La “Rosa del Desierto”, una formación cristalina tan bella como rara, también es una joya codiciada por curiosos y coleccionistas.
Pequeñas tiendas de conveniencia empiezan a abrir en esquinas antes olvidadas.
Muchos juarenses y paseños han comprado terrenos para descansar los fines de semana. Otros, huyen del bullicio citadino y buscan aquí un refugio permanente.
Pero muchos de esos terrenos se venden fuera del marco legal: como no hay propiedad privada —todo se rige por derecho agrario—, no se puede planear ni establecer con claridad zonas habitacionales, comerciales o de esparcimiento. Esto provoca conflictos, pleitos entre locales y un crecimiento desordenado que amenaza con destruir el equilibrio del poblado.
Los vestigios del viejo edificio de la planta de sal, testigo de épocas mejores en los años cincuenta, yace hoy olvidado, cubierto de basura plastificada y escombros, como un eco de lo que fue.
Jorge mira el horizonte teñido de naranja. El tren pasa una vez más, arrastrando su rugido de hierro.
No dice nada. No hace falta.
Aquí todos entienden que, en Samalayuca, la vida sigue adelante como el desierto: terca, silenciosa y hermosa en su resistencia.
Cuando cae la noche, las pocas luces de la plaza parpadean como velas en una misa.
Y en algún rincón oscuro del desierto, tal vez, otra historia de muerte empieza a escribirse.
Pero por ahora, en la plazuela de Samalayuca, la vida se celebra: con cerveza barata, música de banda, carcajadas ásperas, con niños corriendo sin miedo… y con la esperanza, tozuda, de que algún día el tren no sea quien más mande en este pedazo de tierra.
Esta crónica dio forma gracias a testimonios de habitantes, cuyos nombres fueron alterados por motivos de seguridad. Para corroborar datos se entrevistaron a autoridades del poblado de Samalayuca y Ciudad Juárez.
**Esta información es una publicación original de Ser Visible que compartimos con su consentimiento y que puedes consultar aquí**